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Noah Domenech

Eran las ocho de la mañana y yo ya estaba despierta. Sentada en un taburete de la cocina con una taza de café entre las manos, los ojos hinchados y el cuerpo cansado, miraba a la pared a punto de volver a quedarme dormida. El día estaba nublado, aunque esas nubes levantarían a eso de las doce de la mañana.

Bostecé y los ojos casi se me llenaron de lágrimas del bostezo, escuchando el tintineo de la cuchara contra la taza de cerámica. Bebí un sorbo y suspiré sin más, volviendo mi vista a la pared. Escuché unos pasos por las escaleras, y no reconocí quién bajaba de primeras. Quizás porque aún no me había acostumbrado a que Carla vivía con nosotros. Su short de pijama rosita y su camiseta de tirantes blanca la vestían, y una sonrisa muy pequeña la acompañaba.

—Buenos días, Noah. —Se puso detrás de la barra y se echó una taza de café. —Tienes la marca de las sábanas. —Dijo pasando el dedo por mi mejilla. —Eso es que has dormido bien.

—Siempre duermo bien. —Carraspeé para quitarme aquellos gallos que salían de mi garganta. —¿Qué haces despierta tan temprano?

—Suelo despertarme a esta hora. —Su piel estaba limpia, clara, tenía el pelo recogido en una coleta bien formada, sin un pelo suelto, y no tenía los ojos pegados como yo. —¿Y tú? Veo que aún tienes sueño.

—Oh... Voy a pescar un rato. —Carla caminó por la cocina hasta llegar a la nevera, antes de abrirla me miró como si pidiese permiso, y yo asentí sin más. —¿Siempre eres así? —Pregunté. Ella estaba inclinada en la nevera, cogiendo la mantequilla y la mermelada. Al incorporarse frunció el ceño, poniéndolo todo en la mesa.

—¿Así cómo? —Reparé de nuevo en que parecía que no había estado durmiendo. En sus pestañas húmedas y largas y sus ojos claros, en sus pendientes blancos, en su piel tersa y el pelo totalmente peinado, sin ningún pelo fuera de su sitio.

—De... Coqueta. Digámoslo así. —Pareció sonrojarse con aquello que le dije, y siguió untando la mermelada sobre el pan.

—No sé. ¿Me ves coqueta? —Acercó la tostada a mis labios, y la mordí, sujetándola porque ella ya la había soltado.

—Sí. —Carla simplemente siguió extendiendo la mantequilla por su tostada con una sonrisa tímida. Casi parecía estar escondiendo una sonrisa aún más grande. Sus movimientos eran delicados y suaves, cortos y precisos.

—¿Tú no te ibas a pescar? —Dijo finalmente, dándole un mordisco a su tostada.

—¿Me estás echando de mi propia casa, Carla? —Me terminé la tostada de un bocado, frotándome las manos para librarme de aquellas migas de pan.

—Uhm, sí. — Asintió, tomando un sorbo de su café.

—Pues mira, ahora no me voy a ir. —Carla sonrió contra la taza, negando levemente antes de darle un sorbo. —¿Te molesta mi presencia?

—No. —Mordió su tostada y con el pulgar se limpió un pequeño pegote de mermelada, terminando de quitarse la sensación pegajosa del labio con la lengua. Y justo en ese momento, en que nos quedamos mirándonos sin decir nada más, apareció Quique bajando las escaleras.

Las dos nos giramos en el acto para mirarlo, que venía acompañado por Miry. Ella más aseada, arreglada, Quique se rascaba la cabeza y me daba un golpe en el hombro, sentándose en el taburete de mi lado. ¿Por qué tenían que despertarse ahora? Sólo quería tener una conversación a solas con ella, e iba bastante bien encaminada. Pero no.

—Bueno, ¿hoy vamos a Cala Marcarelleta, no? —Dijo Miry, echándose un vaso de leche al lado de Carla.

—No sé. No me acordaba. Tenemos que salir pronto entonces, ¿no? —Carla fue a meterse el último trozo de su tostada, pero fui más rápida y me lo zampé yo. Frunció el ceño, y yo simplemente sonreí, levantándome de la mesa.

una postal desde barcelonaWhere stories live. Discover now