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Noah Domenech

Yo era española y los españoles teníamos fama de ser fiesteros, ruidosos, de ser muchos en casa para celebrar la Navidad o las ocasiones especiales, incluso para ir a la playa, pero yo no, porque yo no tenía ese tipo de familia. Muchas veces pasaba la Navidad con mi tutora en Nueva York porque mi padre estaba con mi hermano, o en Mallorca sola porque mis amigos lo celebraban con sus familiares. Mi padre me llamaba para felicitarme la Navidad y de fondo escuchaba a mi hermano reírse, qué caraduras.

Cuando la puerta de la casa de los Martí se abrió, lo primero que vi fue el salón a la derecha con una mesa que iba de punta a punta con todo el mundo sentado. Había, como mínimo, veinticinco personas —sin contar a los niños que correteaban—.

¡Carla, mi niña! —Exclamó su madre al verla, cogiéndola de las mejillas y llenándole la cara de besos. —Por fin has venido. Estaba angustiada porque pensaba que no llegabas. —Carla se separó y dejó espacio para que yo la saludase.

—Mamá, te presento a Noah. —Yo me incliné sobre la mujer y le di dos besos.

—Encantada, señora Martí.

—¡Pues eres muy guapa! —Me cogió de las mejillas, pero al ver que Carla le ponía una mueca me soltó. —¡Venga, vamos dentro, que la gente te espera!

Y cuando entramos todo el mundo se volvió loco con Carla. Era la niña de la familia, era la prima guapa, la prima a la que todo el mundo quería, de la que sus primos pequeños estaban enamorados, tan dulce y cariñosa que iba repartiendo besos por todas partes.

Se me hizo raro escuchar hablar a todo el mundo en español, pero luego caí en la cuenta de que debía ser la familia de su padre. Sus primas saltaron cuando la vieron y se fundieron en un abrazo colectivo.

—Chicas, os presento a Noah. —Les dijo. Yo les di dos besos a cada una, que se me quedaron mirando. No sé si miraban el traje, el pelo, mis ojos, o qué, pero lo hacían.

—Hola, encantada. —Dije con una sonrisa.

—Dios, pegáis un montón juntas. —Dijo una de sus primas que llevaba a su bebé en brazos.

Me presentó a todo el mundo, y me llevé más besos apretados en la mejilla y más cariño por parte de una familia que en toda mi vida. Las tías de Carla me achuchaban las mejillas, y aunque ella intentaba pararlas, no lo hicieron y me llegaron a tocar el pelo. Todo el mundo alucinaba con el color plateado de mi pelo y lo suave que era, Carla se quejaba irónicamente por lo poco que yo lo cuidaba.

El padre de Carla estaba en una esquina, de brazos cruzados y mirándome con el ceño fruncido. Carla no se había percatado de aquello, pero yo me acerqué a saludarle.

—Señor Martí, encantada de conocerle. Soy Noah Domenech. —Dije extendiéndole la mano para que me la estrechase. Él la miró, entrecerró los ojos y señaló la puerta de la cocina.

—Ven conmigo, quiero hablar contigo. —En ese momento tenía los ovarios en las amígdalas, así, sin más. Llevaba razón en estar nerviosa con respecto a conocer a su familia, lo que pasa es que Carla tenía una muy buena visión de su padre.

Me llevó hasta la cocina y yo entré detrás de él, quedándonos a solas.

—No me importa si eres una chica o un chico, eso me da igual, lo que me importa es que sales con mi hija. Y te digo una cosa —me señaló con el dedo— yo no soy un padre que proteja a sus hijas, no, pero Carla es especial. Ha sufrido mucho con su enfermedad, todos hemos sufrido mucho con ella. Hemos sufrido porque deseábamos que llevase una vida normal, que fuese feliz, y si tú le haces daño... —Movió el dedo con el que me señalaba. —Si yo me entero de que le has hecho daño, no volverás a hablar con ella. —Yo permanecí en silencio, quería responderle, pero no era plan de soltarle cuatro borderías, cuatro verdades y que la cena de Navidad se fuese al garete.

una postal desde barcelonaOnde histórias criam vida. Descubra agora