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Noah Domenech

La luz del atardecer cubría el mar de un tono gris plateado, del color de las sardinas bajo el mar cuando la luz se refleja en sus lomos. El sol dejaba de dar calor, llegaba el fresco de la tarde pero el agua se mantenía caliente y la playa tranquila. Desde aquella roca de la cala todo se veía como si de una estampa de Tumblr se tratase. Era una cala privada, muy pequeña, donde sólo estábamos nosotros. La arena era blanca, nunca quemaba, el agua era cristalina, templada y clara, rodeada por el monte, por sus rocas, por los pinos, con una escalera que subía hasta nuestra casa, que rompía la armonía del verde con el blanco nítido del encalado.

Mientras Quique, Carla, Miry y María se bañaban, yo preparaba la caña para pescar. Apoyé la caña en mis piernas y abrí la caja de cebos, cogiendo una pequeña gamba. La hinqué en el anzuelo sin que fuese muy grande y quedase bien pegada al anzuelo.

Me levanté y lancé la caña lo más lejos posible, encajándola luego entre las rocas para que se sujetase, y yo me senté de nuevo, mirando al mar expectante por ver qué me traería aquél día.

—Hola. —La voz de Carla me sobresaltó. Estaba a los pies de las rocas con una toalla rodeándola, el pelo mojado y una sonrisa. —¿Puedo subir?

—Claro. Ven. —Me levanté y estiré el brazo para llegar hasta ella, cogiéndola de la mano y subiéndola con cuidado. —Ahí, pon el pie aquí... Y... —Terminé de tirar para que se subiese y volví a sentarme en aquella roca plana con ella a mi lado.

—Qué bonito, y qué frío, mejor que me hubiese quedado en el agua. —Tembló un poco riéndose. Yo cogí mi toalla, que la tenía justo al lado, y se la coloqué por encima de los hombros y de la cabeza, frotándola un poco. —Así mejor. Esta noche debería quitarte esos puntos de la frente, ya está perfecto.

—¿Tú crees? Me di un gran golpe, un poquito más y no lo cuento. —Carla me dio un codazo y se pegó contra mí, quizás buscando mi calor, así que pasé un brazo por encima de sus hombros e intenté calentarla.

—Si ni siquiera te diste cuenta de que te habías dado en la cabeza, fantasma. —Volvió a acurrucarse contra mí, frotando su brazo contra mi costado.

—Sí, sí, pero tú bien que te arrimas para que te dé calorcito. —Esta vez fui yo la que frotó su mano contra su brazo para darle calor.

Permanecimos en silencio cinco minutos, mirando al mar, sin ser un silencio incómodo ni raro, simplemente observábamos cómo el cielo se tornaba rosa delante de nuestros ojos, reflejándose en las pocas nubes que había en el cielo en ese momento.

—¿En qué piensas? —Le pregunté. Ella me miró e hizo una mueca, negando.

—No te gustaría saberlo.

—Si te pregunto es porque me gustaría saberlo, me interesa lo que pienses. Pero si no me lo quieres decir... —Carla jugaba con sus dedos.

—Me da igual contártelo, es sólo que no quiero darte pena. —Cuando Carla vio que yo no respondía y hacía un gesto con la cabeza para que me lo contase, se quitó la toalla de la cabeza y la puso sobre su regazo. —Pensaba en una vez en la que realmente creí que me moría, y nunca pensé llegar a ver esto, o vivir esta experiencia contigo. —Se encogió de hombros y miró a los chicos en la playa. —Con vosotros. Me puse... Como diría mi madre, muy malita. —Soltó una risa triste, rascándose la ceja.

—¿Qué ocurrió?

—Tuve una crisis muy fuerte, tenía fiebre muy alta, convulsiones, vómitos y me quedé ciega durante dos meses. Los pocos momentos en los que estaba consciente pensaba que iba a morirme, y cuando volvía a caer inconsciente, los últimos instantes siempre me despedía porque creía que me estaba muriendo y estaba convencida de que no despertaría. Por eso ver esto, o salir a comer, es un logro para mí. —Sonrió y apoyó su cabeza de nuevo en mi hombro, sin añadir nada más. Pero yo me quedé fría, tocada, y por qué no decirlo, me quedé triste. —Te dije que no te gustaría y tampoco quiero darte lástima.

una postal desde barcelonaWhere stories live. Discover now