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Noah Domenech

Nunca le habría enseñado mi restaurante favorito en el mundo a nadie, pero pensé que Carla se lo merecía. Era, para muchos, un simple restaurante italiano con el letrero de neón rojo en el que ponía "Casa Lamoretti", con la pintura de la fachada desgastada y el polvo cubriendo las letras. Manteles de cuadros rojos y blancos y un señor con bigote haciendo pizzas detrás de la barra. Además de que la comida estuviese buena, aquél sitio me traía recuerdos. Recuerdos que no eran ni con mis amigos ni con nadie más, sino yo sola. Yo sola sentada en una sala llena de gente ruidosa comiendo, con una copa de vino en la mano.

La primera vez que fui fue al llegar de Nueva York. Estaba saliendo con Laura, tuvimos nuestra primera pelea y fue monumental. Ella quería revisarme el móvil, y yo, más por orgullo que por otra cosa, no la dejé. Fueron horas de gritos y llantos por su parte, yo estaba agotada y me fui al hotel de mi padre en Portocolom. Salí a dar un paseo y me topé con este restaurante. Ese día estaba sola y pedí unos ravioli rellenos de queso. Me los comí, y, el camarero al ver la cara que tenía, me puso una copa de vino.

Así fue durante años, y nadie nunca me preguntó nada. El señor cocinaba en silencio con el ceño fruncido, yo comía y el camarero me traía una copa de vino.

Pero ese día era diferente.

—Mmh, esto está buenísimo. —Dijo Carla, sorbiendo sus tagliatelle con salsa de tomate y carne.—Nunca he probado una boloñesa así.

—Es ragú. Una salsa de carne y tomate a fuego lento durante horas.

—Estas cosas no se comen en Nueva York. —Dijo chupándose el dedo pulgar. Cada vez que hacía ese gesto me daban ganas de comérmela a besos, pero ella ni siquiera lo sabía. Tenía la cara redonda, y cuando comía mucho se le rellenaban las mejillas, como en ese momento. Yo me había quedado mirándola con mi tenedor en la mano, totalmente embobada. —¿Por qué me miras así? ¿Es que quieres probarlo?

—No, yo estoy bien. —Bajé la cabeza a mis ravioli, casi intentando esconder mi sonrisa.

—¿Entonces? —Rodé los ojos y acabé por reírme.

—Te mueres porque te diga que eres preciosa. —Carla comenzó a reírse a carcajadas, pero en el bullicio de aquél local nadie parecía percatarse de aquello. —Mírate, es que no puedes estar ni un segundo sin que te diga algo.

—¿Pero sin decirme qué? Si nunca me has dicho cosas bonitas. —Fui a replicar, pero Carla me puso el dedo en la boca, negando rápidamente. —Ni se te ocurra decir nada porque vas a mentir. No me has dicho nada bonito.

—Está bien. Pero es que no soy del tipo de persona que... Expresa sus sentimientos así. —Carla frunció el ceño, cogiendo la pasta con el tenedor.

—No hace falta eso, pero por ejemplo, me podrías decir qué te gusta de mí. —Se encogió de hombros.

Yo no dije nada sobre ese tema, lo dejé pasar hasta que salimos del restaurante y llegamos al hotel.

Carla se sentó en la cama y se quitó los tacones con una mueca, colocándolos luego metódicamente en un rinconcito al lado del armario.

—Eso te pasa por no usar deportivas, como yo. —Me quité el pantalón y la camiseta y me puse el pantalón del pijama, pasando por delante de Carla.

—Es que las deportivas te quedan bien a ti, no a mí. A mí me gustan mis tacones, ¿entiendes? —Pasé por delante de ella sin camiseta y sujetador y ni siquiera pareció inmutarse. Me tiré en la cama bocabajo, observando cómo se desvestía de espaldas.

una postal desde barcelonaWhere stories live. Discover now