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Carla Martí

Volver a Nueva York después de haber vivido en un pequeño pueblo sin apenas habitantes era algo abrumador. Iba por la séptima corriendo porque no llegaba a tiempo al hospital, justo en el primer día, con el desayuno en la boca y la angustia por llegar tarde. Choqué con una señora mayor y me di la vuelta.

—¡Perdón! —Dije dándole mi disculpa.

—¡Mira por dónde vas! —Me respondió ella antes de seguir su camino. Yo me quedé clavada en el sitio, pero tuve que seguir andando porque si no perdería el trabajo antes de empezar.

Ponerme el uniforme verde del hospital después de tanto tiempo se me hacía raro, casi parecía que había perdido la esencia de enfermera que tenía, cosa algo extraña, pero me sentía así. Por suerte, aquella mañana había que tomar muestras de sangre y me tocó a mí. La nueva y en la frente.

Me senté en el taburete y la gente iba pasando a la enfermería una tras otra.

—Oye, ¿y tú quién eres? Tú eres nueva. —Me dijo un señor subiéndose la manga de la camisa. Yo asentí y le puse el brazo en el reposabrazos, atándole la goma alrededor del bíceps.

—Sí, soy la enfermera Martí. —Asentí cogiendo un trozo de algodón con alcohol.

—¿Una enfermera nueva? Oh, no, no, no. Yo quiero a mi médico de siempre, al doctor. ¿Dónde está el doctor? —Retiró el brazo con el ceño fruncido. Suerte que mi paciencia llegaba hasta límites insospechados.

—Está atendiendo casos más importantes, señor. Haga el favor de poner el brazo de nuevo aquí. —Dije en tono gentil y conciliador, no quería crear más problemas, pero el señor se negaba. —Si no le saco la muestra a la primera llamaré al doctor, pero ahora mismo ponga el brazo aquí.

—¡Venga ya, estamos esperando! —Gritaban desde la parte de atrás de la cola.

El señor puso el brazo, le cerré el puño y dejé que lo volviese a abrir mientras yo palpaba su vena con los dedos hasta que la encontré. Introduje la aguja y la sangre comenzó a llenar el tubo, que fui cambiando hasta rellenar los tres y terminé, tapándole la abertura con un algodoncito y un esparadrapo.

El señor ni siquiera me miró, se dio la vuelta y se fue, y así fueron casi todos los pacientes de aquella cola.

Nadie daba las gracias, nadie saludaba por la calle y todo el mundo quería que hiciese las cosas en ese momento, sin rechistar y además se iban sin agradecértelo. Pero bueno, ese era el trabajo de las enfermeras, supongo.

¿PERO CÓMO QUE HA HABIDO UN ERROR EN EL RESULTADO? ¡PERO USTEDES QUIÉN SE CREEN QUE SON! Miren, espero que mi seguro cubra esto porque su trabajo es nefasto. —Me gritaba un señor de unos cuarenta años, casi al borde de agredirme. Yo cerré los ojos e intenté calmarme, asintiendo lentamente.

—Señor, yo no tengo nada que ver aquí, sólo le informo de lo que ha pasado.

Llegué a casa sin ganas de nada, sólo de cenar. Eran las diez de la noche y lo único que quería hacer era hablar con Noah, pero Noah para entonces estaría durmiendo, así que lo único que hice fue abrir mi mochila. La mochila que me compré en Mallorca para poder ir en moto a las calas con Noah.

Dentro había arena, el envoltorio de un helado de sandía, un paquete de pañuelos, mi bote de crema solar y un anillo. Ese anillo era de Noah que siempre se lo quitaba para ir a bucear porque decía que los guantes no le entraban con ese anillo y me lo dejaba a mí en custodia, pero esta vez se olvidó de volvérselo a poner.

una postal desde barcelonaWhere stories live. Discover now