C A P I T U L O 22

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Un largo bostezo sale de mis labios. No tengo la necesidad de apenarme por ello, puesto que la oscuridad se adueña de mi vista y de los alrededores. Aparto la cabeza de mis brazos entrelazados, ya que las tenías de apoyo como una almohada a punto de reconciliar el sueño en una mesa de la sala improvisadamente. Percibo con el tacto de los dedos, la silueta de una lámpara a un costado de mí, y a un leve instante de encenderla, entrecierro los ojos tratando de adaptarme a la luz que emite el bombillo. La sala no se ilumina del todo, pero si lo suficiente para permitirme visualizar una agenda junto a varios lápices de colores en mi regazo tras haberme sentado unas horas atrás en forma de indio. Mis pies se encuentran adormecidos en una tonalidad rojiza, supongo que por no haber estado en constante movimiento.

Suena el timbre.

Mi sentido se alerta.

La preocupación ocupa mis pensamientos de ahora en adelante, es difícil quitarme la idea de la situación en la que me puedo envolver en los siguientes segundos. Llevo el diario a la mesa continuo de los colores, y unos que otros marcadores que encuentro debajo de las piernas. Me levanto del suelo. Transcurro a escuchar el toque de las agujas del reloj de camino a la entrada del apartamento, éstas marcan las cuatros con minutos de la mañana, y estoy casi segura que jadeo de felicidad cuando Dylan aparece en el umbral de la puerta en un acto de presencia.

—¿Estás bien? —Le pregunto acercando mi anatomía a la suya en un fuerte abrazo quien es correspondido de la misma forma. No lo veo deseoso de responderme, aunque me indica con una inclinación de cabeza que me adentre nuevamente en la sala junto a él. Le hago caso.

—¿Por qué demoraste en contestar el teléfono? —pregunta después de cerrar la puerta. Sus pasos son cuidadosos a la hora de caminar por la sala en la casi penumbra oscuridad. No me cuestiona del porque ando a ciegas; sin embargo, lo veo buscar algún interruptor de luz que alumbre su estadía. Gracias a la iluminación, descubro que lleva en sus manos una caja de tonalidad azulada antes de seguirme el paso por la pieza para sentarse en uno de los sofás individuales.

—Estaba dormida, y no siempre deciden llamarme a la dos de la mañana en el teléfono fijo del apartamento que hoy, por cosas del destino, descubrí —irradio sarcasmo de lado a lado que contiene una severa verdad.

Noto un leve rubor en las mejillas de Dylan por la insinuación de mis palabras. Es un encanto—. Perdóname por ser tan inoportuno, es que no tenía a quien llamar...

—¡Oh, no te preocupes! —interrumpo su criterio con la intención de que no siga disculpándose, pero de la nada, me arrepiento de ello—. ¡Oh sí, preocúpate! Mejor sigue hablando de cómo no tienes a nadie con quien hablar y por eso me llamas a mí —Le sonrío deleitada por la ímpetu de su risa risueña.

—Déjate de juegos, Honey —Finge molestia, su mirada pícara lo delata—. Lo digo enserio.

—¡Ya basta, Dylan! Todo está bien — Me río del momento, de nosotros mismos. El ambiente se ha transformado rápidamente en sonrisas que se acoplan en los labios de cada uno. Eso me hace pensar en la forma que trato de socializar con las personas a diario, pienso hasta ahora, que no lo he hecho mal. Cada día se vuelve más fácil, cada día es uno nuevo. Reinventarme es el dilema que llevo. Es gratificante saber que de una mala espina en la madrugada, puede salir algo lindo por la mañana, a pesar de que todavía no se mucho sobre ese asunto.

Orquídea Cattleya | Libro IWhere stories live. Discover now