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El momento de intercambiar los regalos llegó, e indiscutiblemente, Carolina arrasó; todos absolutamente le habían traído algo. Juan José hizo una broma acerca de buscar un remolque para llevarse a casa todo. Carlos descubrió que Sebastián le había hecho un presente: un par de guantes de cuero de muy buena calidad.

—¡Vaya! ¡Qué bien! —exclamó poniéndoselos al instante.

—Pensé que te gustarían —comentó el niño sonriente y orgulloso.

—No tenías que hacerlo, pero gracias, me gustan.

—¿Y a mí qué? —preguntó Juan José frunciendo el ceño—. ¿No era yo tu tío favorito?

—Sólo me alcanzó para un par —se disculpó Sebastián.

—Y tú nunca has sido su tío favorito —comentó Eloísa, provocándolo.

—Ya no te dejaré casarte con mi hija —bromeó Juan José mirando al niño, luego escondió su rostro en el cuello de Ángela fingiendo que lloraba, y ella, fingía que lo consolaba.

La velada pasó entre risas y bromas. Carlos se alegró de estar aquí y ahora, aunque por momentos se sentía un poco intruso, pues la gran mayoría de los allí reunidos lo estaban sólo por ser amigos de Juan José o Ángela; era agradable estar allí, a pesar del enorme hueco que pulsaba en su corazón y de lo vacío que a veces se sentía.

Se ajustó los guantes de cuero preguntándose si después de todo, no habría sido un enorme error confesarse. Ahora que ella y Fabián anunciasen que estaban juntos, él quedaría como el tonto que no sabía mirar cuándo había posibilidades. Se sentiría desnudo y expuesto. Pero las horas pasaron, se acabaron el vino y los aperitivos, Sebastián y Paula estaban cabeceando, y ni Fabián ni Ana anunciaron nada. La espera lo estaba matando, pero no sería él quien diera pie al anuncio.

—Bien, creo que es hora de irnos —dijo Ana. Carlos enseguida se giró a mirarla.

—¿A esta hora? —preguntó Eloísa, mirando su reloj que más parecía una pulsera.

—Bueno, a alguna hora tiene que ser, y entre más pronto, mejor.

—En esta casa hay muchas habitaciones desocupadas —dijo Carlos, como si tal cosa—. Seguro que tú y tus hermanos pueden quedarse a pasar lo que queda de la noche. ¿No es así, madre? —Judith lo estaba mirando como se mira a un niño que come con la boca abierta en la mesa, pero no podía desautorizarlo ya.

—Ah... sí, sí... Eh... ¡hay habitaciones de sobra!

—No lo creo prudente...

—Imprudente será que te vayas a esta hora —dijo Ángela, mirándola fijamente—. Llevas niños, Ana, y Carlos fue cortés al invitarte.

—Yo me iré a casa de Mateo —dijo Fabián, poniéndose en pie—, al fin que también hay espacio de sobra allí, y está cerca.

—Entonces, no se molestarán si me uno —comentó Arthur poniéndose en pie también. Poco a poco, los invitados fueron despidiéndose y saliendo.

—¿Dormiremos aquí? —preguntó un somnoliento Sebastián.

—Nos invitaron —susurró Paula.

Carlos sonrió viéndolos subir las escaleras, mientras Judith les indicaba. Pronto Ángela también se fue, y en la sala sólo quedaron Juan José y Carlos.

—Tú no tienes ganas de dormir —comentó Juan José, mirándolo de reojo. Él se encogió de hombros.

—No, no tengo sueño. Y no voy a beber, ni si me lo pides de rodillas —Juan José se echó a reír.

Tus Secretos - No. 2 Saga Tu SilencioWhere stories live. Discover now