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—¡No, no! —exclamó Ángela con lágrimas en los ojos—. ¡Me niego a creerlo, simplemente esto es falso! Ana no es así! —gritó.

Carlos estaba en silencio, con los antebrazos apoyados en sus rodillas y mirando el suelo. Estaban en la sala de la casa de su hermano, y le había contado a ella y a Juan José lo que había descubierto. Le había tomado más de tres días tenerlo todo en orden y estar seguro al cien por ciento de que lo que Antonio había ido a decirle a su oficina era verdad. Había movido mar y tierra para conseguir los videos de seguridad de la oficina notarial a la que había ido Ana a firmar esos papeles, y encontró que ella había ido con Lucrecia y Antonio. En ningún momento en la cinta se la veía nerviosa, o alterada. Antonio incluso le había pasado un vaso desechable con café que ella había bebido parsimoniosamente.

Pero, ¿con Lucrecia? Se había preguntado. Ella odiaba a Lucrecia, ¿por qué iba a hacer negocios con ella? Además, no podía olvidar que era la misma mujer que, a pesar de ser su madre, había intentado matarlos una vez y envenenar a su hermano con cianuro cuando se hallaba convaleciente en el hospital.

Algo andaba mal, algo andaba terriblemente mal. ¿Y el dinero? Antonio había dicho que le había pasado cientos de miles de dólares, y en la cuenta de Ana no había tal movimiento, y tampoco en la de él, y mucho menos la de Lucrecia. Y Ana tampoco tenía otra que él desconociera; la había investigado a fondo. Lo único que había encontrado es que Ana había vaciado recientemente la cuenta que él le había abierto para sus gastos personales. La había dejado en ceros, y si bien no era demasiado dinero, hablaba de sus intenciones de mantenerse alejada por un largo tiempo.

—No he dicho eso —susurró él ante el grito de Ángela—. De hecho, esto es fácilmente reversible. Mis abogados ya iniciaron los trámites para invalidar este papel.

—No lo has dicho, pero lo crees. ¿Tengo que contarte cómo Ana se quitó el pan de su boca para dármelo a mí cuando más lo necesité? ¿Tengo que explicarte que no hay nadie más entregado que Ana, nadie más...?

—Ángela, tal vez conozco a Ana mejor que tú. Todo eso lo sé. Pero no puedes negarme que ella firmó un papel donde entregaba una empresa millonaria a los que considera sus enemigos.

—¡Bajo coacción!

—En el video ella no se ve coaccionada.

—¡Porque estaba bajo amenaza! O si no, ¿por qué huiría inmediatamente con sus hermanos? ¿Y por qué no hay huellas del dinero?

Carlos masajeó el puente de su nariz mirando de nuevo al suelo.

—¿Y cómo puedo saberlo? ¿Acaso está aquí para que me lo aclare?

—¡Tienes que confiar en ella!

—¡Confiar en ella! ¿De la misma manera en que ella confió en mí?

—Carlos —dijo Juan José llamando su atención, pues había terminado gritando a su esposa. Carlos se puso en pie y caminó varios pasos tratando de serenarse.

—Yo confío en ella —dijo Ángela, poniéndose también en pie y secándose sus lágrimas—. Creo que algo muy terrible debió pasar, o ella creyó que podía pasar, para que hiciera esto.

—Por favor, cuando lo descubras, dímelo.

—Tal vez no la amas tanto como yo pensé —eso le hizo girarse, sin poder creerse lo que estaba escuchando.

—¿Qué? —preguntó en un susurro.

—Amor, no es nuestro asunto —dijo Juan José, tomando su brazo.

—No, ¡Carlos me tiene que escuchar! —insistió Ángela, zafándose de su agarre—. Él tiene que escucharme. No confías en ella —dijo, dirigiéndose de nuevo a su cuñado—, nunca lo has hecho; siempre tratando de encerrarla, de asegurarla de alguna manera. Es como si temieras que en algún momento ella se fuera a ir, porque ama más a otra cosa que a ti.

Tus Secretos - No. 2 Saga Tu SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora