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Ramiro Buendía llevaba más de veinte años trabajando para los Soler. Al igual que Susana, en un tiempo su jefe supremo fue Ricardo Soler, el abuelo, luego Carlos padre, y ahora Carlos hijo. Todas las tres administraciones habían sido diferentes, recordaba ahora. Con Ricardo todo fue trabajo duro, casi como máquinas, pero habían cosechado el fruto de su esfuerzo; Texticol se había convertido en una de las fábricas de telas más prestigiosas del país. Con Carlos Soler padre fue diferente. Todos habían notado el cambio, y los ejecutivos casi tuvieron que echarse al hombro la responsabilidad de dirigir la empresa; el señor Carlos pocas veces llegaba temprano a trabajar, y casi siempre se iba mucho antes; había sido descubierto en viajes de placer que eran pagados por la empresa bajo el nombre de viajes de negocios. Había sido abiertamente infiel a su esposa, la señora Judith, y había sacado grandes cantidades de dinero de la empresa para satisfacer los caprichos de sus amantes de turno. Con ese comportamiento, inevitablemente, Texticol había caído en la quiebra.

Luego llegó el nieto, Carlos Eduardo Soler, y las cosas volvieron a cambiar. Cuando llegó del extranjero, luego de sus estudios y especializaciones, había recibido casi nada, lo que habían dejado los bancos. Tenía sólo veinticuatro años, siendo que sus empleados, y gran parte de sus ejecutivos, lo doblaban en edad y experiencia. Todos lo habían mirado de arriba abajo, preguntándose qué nueva catástrofe les esperaba. El cuarenta por ciento del personal había abandonado el barco antes de que se terminara de hundir.

Pero el chico los había sorprendido: siempre había sido el primero en llegar y el último en irse. Rebajó su propio sueldo, las primas extras y otros beneficios que como jefe tenía. Otra vez todo fue trabajo duro de lunes a sábado, casi inhumano. Otro alto porcentaje se había ido cuando en otras empresas les ofrecían más beneficios por menos horas de trabajo, pero unos pocos leales se quedaron. No sólo fue lealtad a la familia Soler y a su heredero, sino ver con qué esfuerzo ese muchacho intentaba salvar lo poco que su padre le había dejado.

Había conquistado una socia importante: la esposa de su hermano menor, y de nuevo todo había quedado en familia. Las cosas por fin se habían mejorado, pero el trabajo que quedaba ahora no era de dinero, sino de imagen y prestigio, pero la serenidad y aplomo de Carlos, y que tanto recordaba al abuelo Ricardo, aunque físicamente sólo se podía pensar en Carlos padre, fue lo que terminó de convencerlos. No podía ser que alguien que trabajaba tan duro por algo fuera luego a dejarlo caer, así que decidieron confiar. Fueron años duros, pero ahora por fin veían los frutos; los beneficios habían sido mejorados a aquellos que desde la época de crisis habían aguantado las duras jornadas de trabajo. Ser antiguo tenía privilegios, y Ramiro los tenía, al igual que Mabel, al igual que Susana, que eran parte del círculo más cercano al jefe.

Por eso no creía, no quería creer, que estaba siendo llamado a la oficina del jefe para ser despedido sólo por haberlo descubierto en una situación comprometedora con una de las empleadas de su empresa. No recordaba que en el manual estuviese prohibido tener relaciones con compañeros de trabajo. ¿O sí lo estaba, y el jefe, al estar infringiendo sus propias reglas, quería lavarse las manos despidiéndolo?

No podía. Carlos Eduardo Soler Ardila no podía hacerle eso.

Las novias del jefe siempre habían sido ajenas a su empresa, todas hermosas como modelos, algunas incluso extranjeras, que ni hablaban el español. ¿Qué podía ser Ana? No negaba que era guapa, tenía garbo, y trabajaba duro, pero era tan... corriente, comparada con esas otras mujeres tan despampanantes.

Y pobre, por favor.

Entró a la oficina de Carlos apretándose los dedos de una mano con la otra, y avanzó poco a poco nervioso. El suplicio que había vivido desde esa mañana cuando los vio, iba a terminar ahora.

Tus Secretos - No. 2 Saga Tu SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora