XVIII. La resurrección del Fénix

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El vacío que deja la muerte después de llevarse a las personas que quieres es similar, en tamaño y profundidad, a los oscuros abismos que existen en los océanos más fríos.

Antes de verme arrastrada por la venganza, mucho antes de unirme al ejército, contaba los días que faltaban para hacerme lo suficientemente mayor como para convertirme en madre. Aquel sueño infantil nació de la pura admiración que sentía por mi madre, quería ser igual que ella: fuerte, pero vulnerable, honesta y cariñosa. Quería aprenderlo todo, enseñárselo a alguien más. Por eso, el día en el que descubrí que estaba embarazada fue el más feliz de todos, a pesar de las circunstancias. Encontré algo por lo que vivir en medio de mi desolación. Encontré la esperanza suficiente como para volver a caminar. Mis amigos estaban felices por mí, ellos sabían que uno de mis sueños se había cumplido, se alegraban porque había recuperado las ganas de vivir. Sabía que todo iba a estar bien, que tenía otra oportunidad y, aunque no había alcanzado la paz más absoluta, aprovecharía el regalo de la vida.

Justamente fue en un frío día de mediados de enero, cuando desperté en mitad de la noche entre dolores, no podía caminar, así que me arrastré de la cama al suelo. Mis lamentos despertaron a Edric, que se apresuró desde su habitación hacia la mía. Aún recuerdo la expresión horrorizada en su rostro al percatarse de la ingente cantidad de sangre, que manchaba las sábanas blancas y el suelo. Edric se arrodilló en el suelo a mi lado, y me sostuvo contra su pecho. Yo no podía hacer más que aferrarme a aquel suéter gris que jamás volvió a ponerse, y rogar desesperada por la vida de mi hijo. Pero tanto Edric como yo sabíamos que sólo podíamos hacer eso, implorar. Ya era tarde. Demasiado tarde. Me desmayé en su regazo, sabiendo que mi vida se había desvanecido con la de mi pequeño. Jamás imaginé que volvería a sentir este dolor...


El momento en el que mis congeladas rodillas rozan el suelo del hostal, y los brazos de Elsie me rodean, es uno que voy a recordar para siempre. Una pequeña cantidad de nieve se ha colado en la entrada. Ya no me quedan lágrimas. Mi cuerpo sufre de movimientos espasmódicos por el frío y la pena, tirado sobre la niña de cabellos rubios. Skylar me ayuda a subir las escaleras, y me arropa en la cama con cuidado. Cierra las cortinas, y ambos se quedan conmigo en la oscura habitación; uno de brazos cruzados al lado de la caldera, la otra sentada junto a la cama.

Durante estas largas horas de letargo, juraría que mi cuerpo ha caído enfermo, que el Fénix me ha abandonado a mi suerte. El ser de fuego no responde ni a mis plegarias, ni a mis llantos. Este dolor voy a tener que afrontarlo a la cara, sola en mis entrañas.

Pero estoy segura de que, si la culpa fuese el método tras la libertad, no habría pasado tantos años encadenada. Si la pena realmente alimentase a mi fuego, el Fénix no guardaría silencio cuando me sumerjo en ella.

Al abrir los ojos, doloridos e hinchados, es imposible que no me percate de que ya no estoy en la habitación del hostal, sino en la sala de paredes y suelos relucientes a la que soy transportada cada vez que no puedo soportar el peso de la realidad.

Así que sí sigues en mi interior, eh, Fénix... No me has abandonado del todo.

En el suelo se dibujan ondas, como si caminase sobre oro blanco convertido en líquido. De una de las ondas surge lentamente un enorme espejo decorado con bordes de dorados. Es el espejo en el que vi mis alas por primera vez.

Me acerco, observando mi reflejo. Mi cuerpo está cubierto por un haz de luz. Parezco terriblemente cansada.

―Eso es porque lo estás ―comenta una voz que hace eco a través de la sala. Miro a mi alrededor, pero no encuentro a nadie ―. Estoy aquí.

Unos toquecitos agudos guían mi vista hacia el espejo. Mi reflejo ha sido sustituido por el de un hombre joven, de tez morena, pelo oscuro y ojos azules. Alza una mano a modo de saludo, y me sonríe.

Lilith: desolación [SIN EDITAR]Where stories live. Discover now