Capítulo 9

77 2 0
                                    

– Alice, ¿no vas al colegio? –pregunta mi madre en voz baja mientras me zarandea.– Es muy tarde, son las ocho.

– No me apetece.

– Venga, Alice, levántate y deja de hacer la niña pequeña, ¿eh?, que para eso ya está Milla.

– ¡Te he dicho que no me apetece!

– ¿Te crees que a mí me apetece estar todo el santo día aquí dentro detrás de la casa, de ti y de Camilla? ¿Y tu padre? ¿Dónde está tu padre? ¿Me echa una mano? ¡Este hombre no está nunca, es un extraño, vivo con un extraño! Él todo el día fuera y yo aquí encerrada. ¿Crees que me apetece, Alice?

– ¡Ése es tu problema! Tu vida es tuya. Cada uno piensa en la suya.

Y meto la cabeza debajo de la almohada. Entonces mi madre me arranca la sábana de la cama.

– ¡Levántate! ¡Ahora mismo!

– ¡Ya te he dicho que no me a-pe-te-ce!

– ¿Pero ayer por la noche sí que te apetecía ir a la fiesta, no?

– ¿Qué quieres decir?

– Que te importa un rábano esta familia.

Me pongo seria.

– ¿Estás bromeando?

– ¡No! ¿Y si yo hiciera lo mismo que tú? ¿Y si yo también saliera todos los días, todo el día?

– Mamá, tú ya viviste tu momento, ya apostaste. Yo no puedo devolvértelo, no es culpa mía si ya ha caducado.

– Ah, ¿no es culpa tuya? Bien, señorita, ¿sabes lo que te digo? Si me echaras una mano en casa y con Milla, yo tendría tiempo para cuidarme, ir al gimnasio, y tu padre… ¡Dejémoslo estar! –¿Qué quería decir? ¿Y mi padre?– Si a vosotros no os importa, ¿sabes cuánto me importa a mí sacar adelante esta familia? ¡Nada!

Grita, grita como no ha gritado nunca, Milla se pone a llorar, entonces la coge en brazos e intenta que se duerma otra vez. Entonces se vuelve hacia mí:

– ¿Ya estás contenta?

Me quedo allí tiesa, no lo entiendo: ¿qué he hecho? Y pienso que a veces tienes que aguantar la tormenta así, sin ningún motivo, sólo porque quiere desahogarse un poco. No estoy de acuerdo.

Cojo los vaqueros y una camiseta del armario y me pongo los zapatos. Me ato el pelo con una goma, saco los libros de la mochila y meto dentro el móvil, el monedero y las gafas de sol.

– ¿Adónde vas?

No contesto, camino de prisa por el pasillo, hacia la puerta. Y ella me sigue y continúa gritando:

– ¡Muy bien, Alice, sal corriendo! ¡Tú sí que eres madura!

¡Ya está bien, no la soporto más!

– Pero ¿de qué me acusas? ¿De qué tengo que disculparme? ¿De mis dieciocho años? Lo siento, mamá, te los daría ahora mismo, de todos modos no sirven para nada…

Descorro el cerrojo, abro la puerta.

– ¡Y hoy no voy a ir al colegio! –grito antes de cerrarla detrás de mí.

Carolina ya ha llegado, con la moto no tarda nada. Pero yo no me voy a subir nunca en una moto; sobre dos ruedas el equilibrio es demasiado precario y además si mi padre me pilla estoy lista. Media hora más tarde bajo del autobús. Vamos a pie al Laghetto del EUR, nos ponemos las cazadoras vaqueras detrás de la cabeza y nos tumbamos en la hierba.

– Cuenta.

Y yo empiezo a explicárselo. Hablo sin perder el equilibrio, como una periodista, intentando mantener la distancia con una historia que me pertenece. A Carolina no le gusta lo que tengo que decirle y me detiene a cada segundo para hacer comentarios.

– ¡Qué historia más fea! –Y sacude la cabeza–. ¡Qué puta! –Y abre los ojos como platos–. La verdad es que Giorgia da mucho asco… –E intenta hacerme reír poniendo caras cómicas.

Carolina está tumbada boca arriba, con la mirada perdida en ese prado azul que tiene encima. Yo estoy boca abajo y la miro,  me he peleado con ese cielo.

Pasa una hora y me doy cuenta de que se lo he contado todo. Y resulta extraño pensar que seis meses se puedan empaquetar en tan poco tiempo, en una hora.

– Bueno, menos mal que no te entregaste a ella… –Es su sentencia final.

Después me mira y sonríe:

– Debe de estar contenta tu madre, nunca soportó a esa tía que no te llamaba por el interfono ni subía a tu casa para recogerte.

– Mi madre no lo sabe, no sabe nada. No quiero que piense que su hija es de esas a las que se les puede tomar el pelo…

– ¡Oye, que la imbécil es ella! Y de todas formas tu madre y tú… ¿Por qué no podéis contaros vuestras debilidades? ¿Por qué no os podéis mostrar frágiles como sois? Estoy segura de que cuando vivas una emoción, una emoción de verdad, que te deje sin aliento, que no la puedas esconder, entonces te olvidarás de tu papel y ella del suyo. Y dejaréis de comportaros así.

Pienso en lo que ha dicho.

– Venga, Alice, no me digas que no. Tu madre es todo un carácter, ¿y tú? Tú ni siquiera admites que estás llorando, es el rímel o una alergia rara… ¡Joder, tienes que vivir, Alice! ¡Tienes que vivir hasta el fondo! ¡Tus alegrías, tus tristezas, todo! ¡No tienes que escatimarte nada!

Carolina me abraza y ya no me siento tan distante de la historia que le he contado. Me diluyo.

– Pero ¿Qué haces? ¿Estás llorando?

– No, no, ya sabes que tengo alergia… a los abrazos.

Ella se pone a reír, yo lo intento.

– ¿Sabes lo que he escrito en mi pupitre de la universidad?

– No, ¿qué?

– ¡Sí la vida no te sonríe, hazle cosquillas! –Me coge por las caderas y empieza a pellizcarme.

Es fácil reírse y quedarse sin aliento, reír hasta las lágrimas.

Y nos quedamos las dos boca arriba, mirando ese cielo  pidiéndole algo.

– Alice, ¿te acuerdas de cuando éramos pequeñas y la noche de San Lorenzo íbamos a la playa a mirar al cielo?

– Claro que me acuerdo.

– ¿Te acuerdas? Tú apuntabas con el dedo y te ponías a contar las estrellas.

– Sí, pero una pelmaza me lo movía y me hacía perder la cuenta…

Carolina era la peste.

– Venga, si era imposible, nunca lo habrías conseguido…

– Ya, de pequeña pensaba: cuando encuentre el amor lo podré hacer todo, incluso podré contar las estrellas…

– ¿Y ahora?

– Ahora pienso que hay demasiadas estrellas…

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Where stories live. Discover now