Capítulo 29

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Las leyes de la naturaleza también valen en clase, en la disposición de los pupitres. Los cazadores están al acecho, reconocen el terreno, y las presas se dejan acechar. Las chicas ocupan los pupitres de al lado de la ventana. Ludovica mira hacia fuera con aire inocente, se hace la distraída, se enrolla el pelo. Es su sitio, ¡pobre del que se lo toque! ¡Tocádselo todo pero su sitio no!

El Hormiga y yo estamos en el último pupitre, el que queda junto a la pared que comunica con el lavabo, desde el que puedes verlo todo y no te ve nadie. Algunos odian estar pegados a la pared, oír el ruido de todos los que mean en el baño de al lado. Peor para ellos… Yo encuentro un no sé qué poético en ese frufrú de líquidos y cisternas. Recobro la vida, que hace piruetas y saltos mortales, que corre sin que la puedas retener, que a veces no la puedes respirar porque apesta a ácido y te da asco meter las manos. Y, sin embargo, te quedas dentro, porque estás metida hasta el cuello.

– ¡Rossi! –Ricci me mira tras sus treinta centímetros de gafas con una gran montura estilo tortuga. ¿Nadie le ha dicho que existen las gafas de titanio o las lentes de contacto?

Tiene abierto el cuaderno de notas. Andrea está sentado en la tarima, el libro de las traducciones a la vista y las hojas con la traducción entre las piernas. El profesor me mira y yo también lo miro.

– ¿Y qué, Rossi, viene?

– ¿En qué sentido?

La clase estalla en una carcajada. Esta vez soy yo quien dirige las risas, he dejado de sufrirlas. Ricci se ajusta las gafas a la nariz.

– En el sentido físico, Rossi, en el sentido físico. ¿Ha hecho la traducción? Y si la ha hecho, en ese caso, ¿quiere concederme el honor de su presencia en la tarima?

No le queda bien hacerse el irónico. Y menos mal que se hizo profesor, porque como cómico hubiera pasado hambre. Claro que, incluso como profesor, en estos tiempos, tiene que hacer ayuno.

– Claro, si eso le complace, voy enseguida.

Recojo un libro de traducciones y me siento al lado de Andrea. Me muestra la hoja entre las piernas y alza los ojos al cielo, como diciendo: “Que Dios me coja confesado…” Ricci se levanta las gafas y se pega de nuevo a su cuaderno de notas. Mueve la cabeza arriba y abajo para decidir a quién más le gustaría tener en la tarima: Paolo. Y el Hormiga se quita la felpa, se queda en camiseta y se une a nosotros, arrastrando con él la silla. Se vuelve y lanza a la clase una sonrisa desafiante. La piel de Paolo está plagada de fórmulas en griego: lleva la mano escrita, la muñeca escrita, el brazo escrito. Es una declinación andante.

– Pero ¿tú estás loco? –le digo–. ¡Te va a pillar!

Él encoge los hombros.

– Pero si ni siquiera sabe que tiene pies…, ¡no se los puede ver!

Paolo sabe que para ganar no sirve la fuerza ni tampoco la inteligencia. Basta con conocer las debilidades del adversario. Y si no sabes que tienes pies, no le puedes dar una patada en el culo a nadie.

Paolo consigue un bonito 7. A Andrea Dios no lo coge confesado: un 5. Yo me llevo un 6 a casa. Honesto.

– Se lo pongo por la confianza que le tengo, pero debe admitir que últimamente no trabaja demasiado.

Ricci sigue hablando y hablando sin parar.

– Del cielo al infierno, Rossi, de la excelencia a la suficiencia… ¿Tiene problemas?

– ¡Ningún problema!

Es sólo que me he curado. Ahora estoy sana, sana como todos los demás, ¿no lo ve? Se acabaron las gafas, la angustia, el colegio, el pelo revuelto, el llegar tarde… Se acabó. He entendido cómo funciona este juego. Si te sabes las reglas, la vida ya no te asusta. Y yo hasta hace poco me la complicaba de lo lindo… Iba a remolque de todo. Iba hacia la luz como una polilla. La vida me dejaba a oscuras y encendía muchos valores. Pero los valores son como chispas: un segundo después se apagan. Y yo quemaba oxígeno para atraparlas. Ahora estoy jadeando y tengo el corazón cansado. Ahora soy más valiente y me quedo a oscuras. Mi regla era “todo”. Ahora creo en el “nada”.

– Bueno, debe de ser que se le ha olvidado el griego… Yo me inclino más a pensar que algo la distrae.

– Tengo muchas cosas en la cabeza últimamente. –Y lanzo una mirada pícara a Ludovica. Ella la recoge, satisfecha; a mí también me ha domesticado.

– ¿Problemas “famigliares”?

Ricci dice “famigliares” y se hace el chulo. Le gustaría que alguien le dijera que se dice “familiares”, así podría rebatir que él ha leído Lessico famigliare de Natalia Ginzburg. Y si Ginzburg lo dice… Yo no creo que haya tenido estómago para leer ese libro, de bebérselo hasta la última línea. Habrá echado un vistazo al título y al autor y con eso habrá tenido bastante para sentirse orgulloso de decir “famigliar”. Porque ser culto es como estar con una chica guapa que no sale nunca: la cultura no tiene sentido si no se la muestras a alguien. Pero a quién le importa nada, ni Ricci, ni “famigliar”, ni Ginzburg… Le digo que no tengo ganas de hablar de ello y me vuelvo al pupitre. Paolo me felicita por el 6:

– Ya está, ahora durante tres meses podemos hacer de jubilados; al menos se pasará un buen tiempo preguntando a los demás…

Antes me hubiera molestado ser “suficiente”, me sonaba como una palabrota, como decir “eres uno de tantos”. Ahora ya no me va estar en la cima yo sola. Mejor en el suelo con los demás. Me gusta confundirme con “los otros”. Son un buen escudo. Y una buena excusa.

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora