Capítulo 25

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Es 28 de junio, otro 28 de junio. Ha pasado un año exacto. Carolina ha vuelto hace poco. Los aires de Barcelona no la han curado de Marco. Y de vez en cuando viene a mi casa para decirme: “¡Es un imbécil!” Estamos como siempre: ¡es un imbécil pero le quiere! Marco sigue siendo el mismo. Y Carolina, ya se sabe, escucha las órdenes de su corazón y obedece.

Carla y yo todavía estamos aquí, todavía juntas. Si el tiempo corre, nosotras desafiamos su embate.

Son las siete de la mañana. La clase empieza a las ocho y media, pero la universidad está lejos y al menos necesito tres cuartos de hora para llegar. Subo al autobús y me siento. No le dejo mi asiento a nadie, cada uno tiene derecho a un sitio en este mundo, y más si lo ha conquistado. Me pongo los cascos y enciendo el discman. ¿Qué CD se ha quedado dentro? Vasco Rossi, Senza parole.

Y mirando la televisión… he tenido la impresión… de que me estaban robando el tiempo y que tú… tú me robas el amor… pero luego he caminado mucho y fuera… había un gran sol… y no he pensado más en todas esas cosas.

Los recuerdos se mezclan y, a pesar de no merecerlo, le dedico un pensamiento a Giorgia. Y me gustaría incluso negarle mi recuerdo, mi rencor… No puedo, ante los recuerdos sólo puedes rendirte.

Mientras tanto, Roma se desliza bajo mis ojos: los Archi, San Giovanni, Termini. Me quito los cascos, apago el discman y vuelvo a guardarlo en la mochila. Bajo al final de la línea, hago el último trozo a pie.

Hoy Carla tiene examen de anatomía del aparato locomotor y del sistema sanguíneo, o sea, huesos, músculos, vértebras, corazón… Yo, la clase de antropología de rigor. Mis compañeros de curso ya están ahí, frente al bar, listos para el café. Hoy es mi turno, me toca a mí invitar. Pago en caja y nos quedamos en la barra. Una chica usa los codos para colarse.

– ¡Eh! ¡Vaya modales! –le suelto por detrás.

– ¡Cuatro cafés! –le digo al camarero y le enseño el ticket.

– ¡Un capuchino! –pide la chica maleducada.

El corazón me da un salto. Esa voz la conozco, la he odiado muchas veces. Me vuelvo del otro lado.

– ¡Alice!

Y se me hiela la sangre, se hace grumos. Me doy la vuelta muy despacio.

– ¡Giorgia!

Le hago una sonrisa de plástico. Ella me cuenta lo entusiasmada que está.

– Sabes, al principio no estaba segura de que fueras tú. Debe de ser el corte de pelo…, el vestido…

Claro, mi pelo. Me lo he dejado largo hasta la espalda y lo llevo recogido. A Carla le gusta soltármelo… Llevo un vestido ancho blanco y unos zapatos de cuña. Giorgia me mira de la cabeza a los pies.

– Estás cambiada.

Sonrío, contenta de mi metamorfosis: la oruga se ha convertido en una mariposa, necesitaba a alguien que le mostrara sus alas, pero la mariposa ya estaba allí, en la oruga. Y ella, Giorgia, no la vio, no se dio cuenta.

– Tu también estás cambiada.

– Sí, he crecido.

Lleva el pelo más corto, más ordenado, el cuerpo más maduro. Pero sus ojos de color carbón todavía siguen estando ahí. Giorgia me habla de su universidad. Y pienso que la Facultad de Derecho es precisamente la que más le pega, que sabe manipular bien las palabras, como una prestigiadora. Hablamos de todo y de nada. Y hacemos como si hubiéramos olvidado ese primer beso en la plaza de Trevi, el segundo en el Colosseo de Quadrato, el tercero, el cuarto, el quinto… Lo aparentamos. En realidad los recuerdos duermen en nuestro interior. Preferimos no despertarlos. Los recuerdos son como los niños, no hay que hacer ruido porque cuando se despiertan es difícil que vuelvan a dormirse. Chss…, mejor no hacer ruido. Después, sus sonrisas y su pregunta:

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Where stories live. Discover now