Capítulo 24

78 2 0
                                    

Es mediodía. Cojo la caja de galletas del armario y la dejo en la mesa. Saco el cartón de leche de la nevera.

– ¿No serán demasiadas calorías? –me pregunta mi madre, y se sienta conmigo a la mesa.

No son demasiadas, quemé bastantes ayer.

– Una vez de vez en cuando… –respondo, y vierto la leche en la taza azul con peces rojos pintados y donde pone “Maldivas”.

La compramos hace tres años, cuando papá se empeñó en que teníamos que pasar las Navidades en las Maldivas. Y a mamá no acababa de gustarle la idea, porque la Navidad no está hecha de sol, surf y bañadores. Entonces papá le compró un árbol de Navidad de bolsillo, así ella lo podía meter en la maleta y llevárselo consigo.

¿Dónde ha ido a parar esa familia? No lo sé, pero la taza sigue ahí, íntegra. Es horrible cuando los objetos duran más que las personas.

Abro la caja de galletas, selecciono las que tienen más gotas de chocolate. Al final me decido por las Baiocchi rellenas, un clásico.

Suena el móvil: Carolina. Y me gustaría explicárselo todo y decirle: “ Tenías razón, Caro, el cuerpo sabe lo que tiene que hacer.” Mi madre me mira.

– ¿Qué haces, no contestas? –pregunta.

Tiene los ojos brillantes, la alergia al rímel todavía no se le ha pasado. Luego coge el cartón de leche y se pone un poco en su vaso, coge galletas integrales; ella ayer no quemó muchas calorías.

Estaría bien dejarse de secretos, ser débiles, la una con la otra, contárnoslo todo y reírnos, juntas. Dejar de cerrar puertas y corazones, dejar de esconder las miradas líquidas y las emociones.

Mientras tanto Carolina centellea en la pantalla.

– ¿No contestas? –pregunta mi madre otra vez.

– ¡No! –Rechazo la llamada, apago el móvil.

Nos encontramos en la misma mesa, comiendo de la misma caja de galletas, y nunca hemos estado tan cerca.

– Ayer hice el amor con una chica.

Ella me estampa los cinco dedos en la cara. Luego me abraza y me lo pregunta:

– ¿Cómo fue?

Y yo se lo cuento y le devuelvo la llave que robé. Empiezan las preocupaciones.

– ¿Te hizo daño?

– No, mamá, tranquila. Lo hacía todo muy despacio.

Después empieza la curiosidad.

– ¿Quién es ella? ¿Giorgia?

¿Cuántas cosas quedan por contar? ¿Cuántos secretos se han estratificado y nos han dividido?

– No, Giorgia no ha sido la primera. Ha sido Carla…

Y empezamos a hablar de Giorgia, de cómo me escondía, de su ambigüedad, de los mensajes de Ludovica, de su ex, Sara, la chica de los ojos superficiales; de la fiesta del instituto, del Fastlove Motel, del Tíber, que de lejos parece limpio, pero que de cerca está hecho un asco; de Malari, de su perversión y de su venganza. Y mi madre me mira y no lo entiende.

– ¿Cómo has podido guardarte todo eso? ¿Dónde lo has escondido?

Encojo los hombros. No lo sé, a veces dentro de ti tienes más sitio del que crees. Más sitio y más fuerza.

– ¿Por qué no me lo decías?

Dormías…

– Tenías cosas más importantes que hacer –le contesto.

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Where stories live. Discover now