Capítulo 23

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Hoy es 28 de junio, el día en que entregan los diplomas. Meto en la mochila las gafas de sol, la toalla, el bikini, protección solar y crema para después del sol. Miro a mi alrededor y quito una llave del manojo. ¡Esperemos que no se dé cuenta!

– Estaré fuera todo el día con Carolina, volveré esta noche, después de cenar, tarde.

Esta vez no me arrepiento de decir una mentira. Mi madre no sabe nada, de Malari, del 99, de Carla… Carla me espera en la esquina de la calle, ha cogido el Golf de su madre. Unos minutos después aparcamos delante del colegio.

– ¡Vamos, baja!

No me muevo, me quedo pegada al asiento. ¡Lo he jurado! Nunca más voy a volver a poner los pies en este colegio. Y Carla se rinde.

– De acuerdo, entonces lo hacemos así: yo bajo, cojo mi diploma y el tuyo también. ¿Has cogido la llave?

Me saco la llave del bolsillo y se la paso por delante de los ojos. Carla baja y entra.

Han pasado diez minutos y todavía no vuelve, este colegio se la debe de haber tragado a ella también. Enciendo la radio y voy cambiando de emisoras, no logro encontrar un canción que me guste, aunque en realidad no sé qué estoy buscando. Estoy nerviosa. Carla todavía no vuelve. Abro la mochila y controlo si lo he cogido todo: me falta una botellita de agua. Y yo sé que durante el viaje me va a dar sed. Bajo del Golf, compro una botellita de agua en el bar y vuelvo a meterme en el coche. Carla llega haciendo ondear los diplomas desde lejos. Los ha cogido. Ahora ya somos libres. Podemos decir lo que nos parezca, insultar a este colegio y a los que están dentro, mandarlos a todos a la mierda…, empezando por Malari.

En una hora y tres cuartos estamos allí. Uso la llave para abrir la puerta de casa. Dejamos las mochilas en el recibidor, nos ponemos los bikinis y nos precipitamos a la playa. ¡Aquí está! Mi mar. Qué bonita es esta agua que baila delante de ti, que se golpea la cabeza, pero siempre encuentra fuerzas para levantarse y volver a caminar y busca, busca, busca. ¿Y por qué no para de buscar? ¿Qué busca que sea tan importante?

La playa está casi vacía, sólo algunos niños acompañados por una canguro de acento extranjero. A Carla se le ha olvidado la toalla, así que me toca compartir la mía con ella. Nos tumbamos sobre ese pañuelo de rizo y me doy cuenta de que hasta las matemáticas son una opinión, porque estoy con ella en mi mitad de toalla y me parece que tengo el doble. Extraña ecuación: mitad = doble. Me pongo protección solar en los hombros y no me alcanzo muy bien.

– ¿Te ayudo? –pregunta Carla, y enseguida se echa un poco de crema en la mano.

– ¡No! –le respondo decidida. Nerviosa. Limito el contacto.

Nos damos un baño y volvemos a casa. Yo voy a ducharme. Carla va dando vueltas por el salón con los pies y el pelo llenos de arena, la piel ligeramente dorada. Sube las escaleras. Está en mi habitación. Y yo con ella. Nos estudiamos desde lejos todavía un rato; el contacto empieza con los ojos. Entonces ella cierra la persiana y se acerca. Su mano me camina a lo largo de la espalda y las caderas, desata los lazos del bikini, desciende hacia mis abismos y tropieza. Ella también tiene miedo. Acerco mi cuerpo al suyo, me refugio en su piel. Y no hay ninguna parte de mí, ni una sola célula que me diga: “¡Huye!” Me quedo. Nos ponemos sobre mi cama, que está un poco polvorienta, pero ¿qué más da? Me tumbo encima de ella, desnuda, y siento cómo su cuerpo se enciende, se despierta con una idea, la misma que la mía. Me paro. Todavía tengo sus ojos atentos encima. Ella me besa y me acaricia el pelo, sin prisa. Le quito el bikini un poco torpemente y me avergüenzo de ese gesto tan patoso. Carla se hace espacio entre mis piernas, desliza sus dedos despacio dentro de mí.

– Si te hago daño, dímelo, paramos en seguida… –repite.

Cierro los ojos. Los músculos del cuello tirantes, la espalda tensa como la cuerda de un violín. El puño cerrado agarrado a la esquina de la sábana. Y, de pronto, necesito que ella sienta lo mismo que yo, que compartamos una misma experiencia. Acaricio su vientre con mi mano hasta abrirme camino entre sus piernas. Nuestras respiraciones se convierten en una, nuestra carne en un bien común. Y ya no distingo si es mi pierna o la suya, nos convertimos en un solo cuerpo. Nuestros placeres se bañan juntos.

Nos quedamos así, abandonadas, en esas sábanas manchadas de amor, que no saben guardar un secreto. Me abrazo a sus hombros y ella apoya su oreja cansada en mi pecho. No hay canciones de fondo, sólo ese mar que tropieza y sigue buscando. Y quizás, lo que él está buscando, yo ya lo haya encontrado.

– Estoy aquí –dice Carla, y me mira, me mira como si no pudiera creerlo.

Carla se viste, baja las escaleras y se va a la cocina a poner agua a hervir para la pasta. Yo me quedo un poco más en mi cuarto. Me arreglo el pelo y me miro al espejo. ¿Ha cambiado algo? No, no ha cambiado nada. Sigo siendo yo, con mi sonrisa de cerámica y mi piel transparente, con mi constelación de pecas en la espalda y las caderas anchas. Pero me siento más mía, lo cual es extraño porque ahora también soy suya, de Carla. Y cuanto más suya soy, más mía me siento. Bah, es complicado el tema de la pertenencia.

Bajo las escaleras corriendo, le doy un sonoro beso en la mejilla.

– ¿Ya está? –le pregunto.

– No lo sé.

Saco un espagueti, lo soplo fuerte, lo pruebo.

– ¡Pero, Carla, esta pasta no está hecha, está más que hecha!

Entonces ella se va a la pizzería más cercana, Il Merendero, pide dos margaritas y las trae a casa. Nos las comemos en la playa, con la arena que se pega a la mozarella y cruje entre los dientes. Son las nueve de la noche.

– ¿Estás bien?

– Sí.

Mi cabeza encaja a la perfección en su hombro; ese es su sitio. Los cuerpos no están hecho para estar solos, el amor es un juego de encajes. Hay que encontrar la pieza adecuada, hay que tropezar y seguir buscando, como el mar, que abraza a su playa, porque sin ella, él no existiría.

Nos quedamos en silencio bajo ese mar que nos mira y quién sabe lo que piensa de nosotras. Hay noches en las que apenas se ve una estrella pero, si te enamoras, ves muchísimas, es como cuando estás borracho y ves doble… Esta noche se ven a puñados.

– Carla, ¿cuántas estrellas hay?

Me coge el dedo y lo apunta hacia el cielo.

– Una, dos, tres, cuatro…

Cuando encuentras el amor todo es posible, e incluso las estrellas se pueden contar. Y ese cielo ya no es tan distante ni tan enemigo… Hay 351.

Milla duerme en su camita al lado de la mía. Me acerco y le rozo la cara con un dedo, sólo un dedo, porque una mano es demasiado grande para ella, porque su carne es tan tierna que tengo miedo de estropearla con una caricia entera. Así que es mejor usar un dedo, una caricia a medias.

¡Qué bonita eres, Milla! Has tenido tu cuento y te has dormido. Duerme tranquila. En tus cuentos las princesas no huyen, las brujas siempre acaban en el lugar que les corresponde, los caballeros te invitan al baile y los castillos son enormes… Y a mí me gustaría estar esta noche en tus sueños, dormir junto a ti, en esa camita que no aguanta mi peso. Duerme…

Y si el mundo, un día, te dice que el amor va de prisa, que se hace en moteles, que los castillos no existen, que las brujas son guapas y ganan, que los caballeros no saben amar delante de los demás, tú no te lo creas. Duerme tranquila. Este mundo sólo quiere asustarte. ¡Tus cuentos son verdad, Milla! Déjame un poco de sitio en tus sueños. Esta noche soy pequeña como tú.

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Where stories live. Discover now