Capítulo 17

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Yo, como de costumbre, no estoy lista. Media hora más tarde bajo y me siento en el coche. Ella esconde deprisa algo detrás del asiento. Qué guapa está esta noche… Lleva una camisa a cuadros y un pantalón ajustado. Unos Converse blancos pisan el embrague para sacarme de allí. Me saluda y arranca.

– ¿Cómo es posible que tardes tanto en arreglarte?

– Venga, Carla, sólo me he retrasado diez minutos. Eres tú la que llega siempre pronto.

Pero el reloj lo dice claro: las ocho y media. Entonces intento justificar mi lentitud con una teoría.

– Es que lo hago adrede, es un test… Quería ver si me esperabas.

Ella me mira y hace una mueca: esta historia del test no le convence.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué dice tu test de mí?

Lo pienso un poco.

– ¡Dice que no me mereces! ¡Eres una pesada y te quejas demasiado! ¡No sabes ver mi potencial!

– Ah, ¿es eso?

– ¡Sí! ¡Exactamente eso!

– ¿Y qué más dice tu test?

Me trago el nudo que tengo en la garganta.

– Que en el fondo me aprecias…

– ¡Bueno, entonces tu test está completamente equivocado!

Soy una estúpida, me estoy haciendo muchos castillos en el aire. A ella le gustan las que son como Ludovica, no las que son como Alice.

– Tu test está completamente equivocado, porque yo no te aprecio, te quiero.

Sonrío. A veces podemos fiarnos de los castillos en el aire.

Nos vamos a cenar a una pizzería, pero la pizza está malísima y no como prácticamente nada. Entonces Carla me lleva a tomar un granizado a Sor Mirella, en el Lungotevere. Aparca justo delante. Baja y me abre la puerta del coche.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Me has abierto la puerta! –Y resoplo.

– ¿Qué tiene de malo?

– Cuando una chica me abre la puerta, será amable esa noche y después nada…

Es la regla número cuatro, Giorgia la ha confirmado.

– ¿Puedes explicarme de dónde sacas todas esas chorradas? –pregunta Carla.

– ¿Lo ves? Ya empiezas a hacer el idiota…

Nos acercamos al quiosco y nos ponemos en la cola. Yo pienso y le pongo mala cara.

– ¿Podemos dejar de pensar en estas reglas? Te juro que no te abriré la puerta nunca más. –Y yo me quedo más tranquila.

Ya nos toca. Carla lo pide de naranja.

– Yo con cerezas –le digo a la viejecita que graniza el hielo–, muchas cerezas… y coco rallado… y una cañita.

Y la sor explota.

– ¡Sí que quieres cosas, hija mía! ¡Ya puedes ser guapa, pero pobre del que se case contigo!

– Piense que yo la aguanto casi todos los días… –responde Carla, y me guiña un ojo.

Paga los dos granizados, se acerca para abrirme la puerta, entonces se dice “¡no!”, y vuelve atrás, al sitio del conductor. También para ella significa algo la regla número cuatro. Se termina su granizado en seguida, yo espero a que se derrita el hielo para bebérmelo con la cañita. Soy de las que se complican la vida, ya se sabe. Pone el coche en marcha y nos vamos a casa. Tengo calor. Me quito la cazadora vaquera y la pongo en el asiento de atrás. Hay un ramo de rosas en la alfombrilla del coche. Las cojo, es una lástima que estén así, por el suelo. Son unas diez…, veinte…, treinta… Una cinta roja las mantiene unidas.

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant