Capítulo 26

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El aroma del café se escapa de la cocina y me encuentra en la cama. En la radio despertador empieza a sonar Blink 182. Le doy un golpe seco y lo hago callar. Es el segundo despertador que me cargo esta semana. Y sólo estamos a miércoles…

– ¡Carla, levántate! –dice mi madre desde el pasillo.

No lo dice con la energía que se ve en los anuncios de desayunos. Dice “¡levántate!”, y lo repite tres, cuatrocientas veces, como si fuera una letanía.

– ¡Carla, son las siete y media!

– ¡Carla, son las ocho menos cuarto!

– ¡Carla, son las ocho!

Va arriba y abajo, de mi habitación a la cocina, enciende y apaga la leche que se hincha en el cazo. Ya sabe que no me va a dar tiempo a tomármela, pero aún así me la prepara, para acabar tirándola al fregadero.

– ¡Carla, son las ocho y cinco! –Y sigue viniendo por el pasillo, un paso después de otro.

No son los pasos de mi padre; él ya hace rato que se ha ido. Volverá por la noche, a la hora de cenar, se sentará a la mesa con nosotras y cuando haya acabado su cena se quedará en la cocina, frente al televisor, viendo alguna película. En silencio. Y cuando ya esté harto, se pondrá el pijama y se irá a la cama. Mi padre es un mundo que gira sobre sí mismo. Estaría bien que fuera un satélite, que al menos hiciera una órbita a mi alrededor. Sería un padre.

– ¡Carla, son las ocho y diez!

La voz de mi madre no nació quejándose, se ha vuelto así porque, con el tiempo, te cansas de cantar sola.

– ¡Carla, son las ocho y cuarto! ¡Levántate!

Me adelanto y deslizo la cabeza por encima de la almohada. Me deshago de las sábanas, me pongo la ropa del día anterior. Y del día antes. Y del otro. Es lo que me ofrece la silla, el armario es avaro. Me encajo las gafas en la nariz. Nada de café con leche; el reloj también es tacaño, no me permite comer unas tostadas con mermelada. Así que tomo un buen sorbo de aire y salgo corriendo a perseguir el tiempo. Él sigue siendo un gran atleta, y a mí me sigue faltando entrenamiento. Corro y me trago el polvo que va levantando mi adversario. La puerta del aula está a tres metros, más o menos. Está cansada de esperar. No me abandones ahora, ya llego… Me da la espalda a un centímetro de la nariz. Lo malo de llegar tarde es que tienes que buscar una excusa realmente buena; una piel de plátano muy resbaladiza en la que pueda deslizarse la confianza de algún crédulo profesor. Y hasta tienes que dar las gracias por poder entrar en clase, para expiar vete a saber qué culpas en ese extraño círculo, tan monstruoso que incluso Dante se llevaría las manos a la cabeza. Hay animales de todo tipo y especie: gallos con cresta, cuervos punk, chicas que hacen monerías o son como panteras, lenguas de cascabel, cabezas de cabra y colas de atún. Los tienes tan cerca que podrías tocarlos. No tienen miedo de nada ni de nadie, sólo huyen de mí, como si pudiera contagiarlos con mi rara manera de ser, como si fuera un animal en vías de extinción. A mí no me molesta: casi me gusta asustarlos. Me van las distancias. Cuestión de costumbre… 

Llevo el pelo revuelto y las gafas se me tambalean. El jersey me tira de la espalda, quiere dar marcha atrás

– Venga, que todavía estamos a tiempo –dice.

Me lo pongo bien y lo convenzo para que no se mueva. Tiro de la puerta hacia mí y me dejo engullir por el aula.

– ¡Carla Rossi, llegas con siglos de retraso!

Nombre y apellido…, y ya lo saben todo de mí. Pido perdón con una mueca. En estos momentos me alegro de ser yo, me ahorro tener que verme.

– ¿Es que te has peinado con la mirada esta mañana? –gritan desde el fondo sur.

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Where stories live. Discover now