Capítulo 28

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He vuelto a casa con la prisa en los pies. No consigo despegar los ojos del espejo: aspecto arrogante, mirada misteriosa, mala cara… ¿Soy yo? No me puedo creer que sea yo. Mi diversidad se ha ido a la mierda, se ha escondido dentro de mí, pero que es muy adentro, donde nadie puede verla, ni siquiera yo. Mi cuerpo la ha sorbido y después la ha escupido, como se sorbe y se escupe el veneno de una herida. Me he curado de mí misma; estoy sana, sana como los demás. Mi primer deseo se ha hecho realidad. ¿Y si fuera el último? ¿Y si hubiera alguna contraindicación? ¿Qué tengo que hacer para quedarme así? Si al menos lo supiera… Podría dejar de ponerme suavizante, de comer dulces, de fumar… Sí, ahora también me ha dado por fumar. Sujeto el cigarrillo entre el índice y el medio y luego me lo meto colgando entre los labios. Me ha dado por fumar, pero no me moriré por cáncer de pulmón ni nada por el estilo. Hay que ser conscientes a la hora de morir, no te irás a morir así, sin darte cuenta. Y yo fumo sin darme cuenta. Es una manera de tener las manos ocupadas. No sabían qué hacer, cuál era su sitio. Ahora las he domesticado: la izquierda, en el bolsillo, y la derecha, abrazada al cigarrillo, desenvueltas y despreocupadas.

La cabeza todavía no se ha adaptado a lo nuevo. De vez en cuando suelta alguna frase con pocos adverbios y pocos “o sea”, demasiados adjetivos y carambolas literarias. Podría formular el segundo deseo: la metamorfosis total. Pero quizás ya no quede más soplo mágico, y aunque quedara, tengo sueños y necesidades más urgentes. Como decía la publicidad de un helado: “La vida está hecha de prioridades.” ¿Cuál es mi prioridad ahora? El sexo. Con Ludovica. Claro, lo máximo sería con Alice. Pero en la vida se puede pedir magia, no milagros.

Alice lee lo que ha escrito, lo lee en voz baja, sólo para ella, se lo lleva al oído, para ver si suena bien, si la cadencia es la adecuada. Para ella la poesía es una guitarra que hay que afinar y yo de buena gana sería una cuerda, sólo para que ella me tocara. Me gustaría verla sonreír, pero no un momento y ya está, me gustaría ver brillar un poco de malicia en esos ojos tan serios, que te cogen de la mano y se te llevan. Y te asustan, sí, te asustan, porque te cargan de responsabilidad, porque te dicen que hay algo en lo que creer. Me gustaría decírselo…, pero Alice viaja por mundos lejanos y yo no tengo ganas de moverme de aquí.

Me pongo a mirar a Ludovica. Tiene los ojos llenos de sueño. Se ríe con la boca ancha, mientras habla con Giada de una chica de tercero B que, en broma, le ha propuesto: “Venga, tú y yo hacemos una película prohibida para menores de cincuenta años.” Y ha quedado con ella en un sitio aislado, un poco lejos de aquí.

– ¿Y tú? ­pregunta Giada.

­– Bueno, la cosa me tentaba…, pero le he dicho que no, ¡imagínate! Además tiene novia.

– ¿Quién?

– No sé si te lo puedo decir… –le contesta Ludovica y ya baja la voz y mira  a su alrededor, dispuesta a hablar.

– ¡Qué más te da! Tampoco tengo a nadie a quién contárselo.

Si le dices algo a Giada puedes estar seguro de que dará la vuelta al mundo en tres días. Ludovica lo sabe y sigue hablándole, porque siempre le puede ir bien un servicio de prensa listo para recoger y distribuir las noticias.

– ¡Jura que no lo dirás!

Juramentos de palabra, promesas de papel mojado que se romperán con nada. Sólo hay que encontrarse en el recreo con esa chica que va a esa clase o con aquel chico que fuma en el patio. Y el secreto se venderá por un cigarrillo.

– Es la novia de Alice.

– ¿Alice Alice?

– Sí, tercer pupitre a la derecha. Allí.

– Entonces ¿a ella también le gustan las chicas? Se pasa todas las mañana escribiendo… Pensaba que le interesaba el papel, no la carne.

– Y además tiene buen gusto –se mofa Ludovica–. La chica está como un tren. Y debe de tener un montón de fantasías. Pero con alguien así, mucho cogerse de la mano, paseos kilométricos y nada más.

– Ya –se ensaña Giada–, seguro que la tiene a pan y agua, pobre…

Y se ríen a carcajada limpia. Me pongo a mirar a Alice. ¿Lo sabe? No, no lo sabe. ¿Y si lo supiera? ¡Ah, qué importa! No lo sabe. ¡Punto! Me acuerdo de esa canción de De Gregori que dice Alice mira a los gatos. El mundo es complicado a su alrededor. Ella se dedica a mirar a sus gatos. Y justamente por eso Alice es bonita, porque tiene los ojos llenos de algo que no es de esta tierra, algo incontaminado. Pero las camisetas blancas, limpias, son difíciles de llevar, tienes que tener mucho cuidado, se ensucian enseguida. Con Ludovica es más fácil, ya sabes que no dirá que no, que no hará distinciones si es contigo o con otra persona. Ya sabes que te dará todo lo que quieras y que lo hará todo ella. Es lo que se llama “sexo seguro”, en el sentido de que estás seguro de que vas a hacerlo.

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Where stories live. Discover now