Capítulo 12

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En menos de un mes es la selectividad.

Alguna vez me encuentro a Giorgia por el pasillo del colegio, la vislumbro en el vestíbulo, en el gimnasio, en la verja. Ella intenta acercarse y hablar de esto y de lo otro, yo evito sus formalismos y entro en clase. Y me vuelve a la cabeza esa canción de Tiziano Ferro que dice: Alguna vez te pienso pero no me tocas más. Su recuerdo es fuerte como un puñetazo: un derechazo bien dado. Pero iré al gimnasio, me entrenaré para no pensar en ella.

Ludovica y Carla ya no se hablan. Y ahora ella y yo nos sentamos juntas en clase, que es algo extraño para mí, porque nunca he soportado estar todos los días con la misma persona y compartir los libros con ella.

– Pero ¿qué ha pasado entre vosotras? –le pregunto al oído, mientras Ricci termina el último examen oral.

Y las manos de Carla vuelven a sudar, pero ya no las esconde; ahora sabe que me gusta su turbación.

– No nos hablamos desde el día que viniste a mi casa… Por la noche fui a verla, quería hacerlo, pero no pude y salí huyendo como una ladrona.

Sonrío. No soy la única que sale huyendo, que no puede hacerlo.

Sí, Carla vuelve a ser la misma de antes. Pero está más guapa: se ha puesto lentillas, se viste con menos frases y con más sentido.

Los martes y los jueves vamos a la piscina, nos peleamos juntas con el agua. Por la tarde vamos de compras a la calle Cola di Rienzo. Y nos lo pasamos bomba entrando en las tiendas, probándonos la ropa más cara y comprando a precios tirados.

– ¡No, Alice, no te queda bien! –Y, mientras, me guiña el ojo como diciendo: “¡Estás fabulosa!”

– ¡Anda ya, Carla! ¡Sí que me queda bien!

– No, creo que está mal cosido, te tira de la cadera…

Y el dependiente se justifica:

– Sólo hay que plancharlo…

– No, no, mira, aquí sí que está mal cosido, ¿lo ves? ¡Aquí!

Yo finjo que el vestido me gusta, sí, me veo con él, no me queda mal.

– Alice, no vas a gastarte doscientos euros en un vestido que no te queda mal, por ese dinero tiene que quedarte perfecto.

Y al final el dependiente hasta nos lo regalaría, sólo por vernos desaparecer, para dejar de oír a Carla quejándose de una costura torcida, de un tirante más corto que otro, de una cremallera demasiado evidente. Cien euros y el vestido es nuestro. La escena se repite tres, cuatro veces, en tiendas que no van a volver a vernos, porque ahora ya nos conocen.

– Mañana pondrán un letrero con nuestras caras y debajo pondrá: “Nosotras esperamos fuera.”

Y es graciosa la idea de nosotras dos, juntas, en esa imagen.

– Sí, nos echarán a patadas…

Y una vez, en el cine, nos echaron de verdad. Vamos a ver La pasión al cine Adriano. Silvia di Giosio está unas filas más adelante. Ella y su madre están viendo la película y no paran ni un segundo de comentarla. Carla compra un quintal de palomitas y no sé si es porque la película es pesada o porque ya no tengo hambre, pero empiezo a lanzar palomitas a las di Giosio. Una lluvia de maíz cae sobre ellas, les ensucia los hombros y el pelo de sal y mantequilla, entonces la madre de Silvia se da la vuelta.

– ¡Agáchate! –grita Carla, me empuja la cara detrás de la butaca y también se acurruca.

– ¿Quién es el gracioso? –pregunta la madre de Silvia a la sala. Y todo el mundo le grita “¡Chss!” y la llaman insensible. Tú dirás, Cristo se está muriendo ante sus ojos y ella se preocupa por unas palomitas.

Carla espera a que la madre de Silvia se vuelva otra vez, mete la mano en la bolsa, prepara el lanzamiento y la guerra continúa. Una guerra relámpago, porque un momento después el acomodador se acerca con la linterna.

– Mira estas chiquillas… –Nos coge y nos echa a la calle.

Carla se aleja con el acomodador, encoge los hombros, me señala y dice seria:

– Perdone, la chica tiene problemas… Se quedó atrapada en la fase de los diez años… El síndrome de Peter Pan, ¿sabe lo que le quiero decir? –Y el acomodador se vuelve comprensivo y me sonríe, deja que nos vayamos sin ponernos la multa. Y yo me muero de vergüenza.

Volvemos a casa.

– La próxima vez harás tú el papel de desequilibrada.

– ¿Por qué? Tú lo haces muy bien.

Le doy un codazo.

– ¿Por qué te enfadas? ¡Si es la verdad! ¡Mírate! Tienes diez años, vives en las nubes y crees en los cuentos…

– Ya no –le contesto, y miro a lo lejos.

– ¿Ya no tienes diez años? Bueno, es sólo un detalle sin importancia…

– No, ya no creo en los cuentos.

– ¿Y por qué?

Cojo aire y se lo cuento todo: sobre Giorgia, los seis meses, el trastero, el motel, esa manera de esconderme para esconderse. Carla me abraza fuerte y me dice:

– Giorgia también se te pasará, igual que se me ha pasado Ludovica.

– ¿Por qué? ¿Tú ya no piensas en ella?

– ¡No!

– ¿Y cómo lo has hecho?

– Mira, Alice, hay amores, los equivocados, que son como el tabaco: es mejor dejarlo.

– ¿Y cómo los reconoces?

– Lo sabes cuando respiras aire puro y lo sientes dentro de ti, sabe bien, es diferente al humo… ¡Y te das cuenta de que lo que quieres es aire puro!

Carla se ha puesto muy seria. Y a mí me hace gracia verla tan concentrada.

– Yo ya he encontrado mi aire.

No la entiendo, pero sonrío.

– Tú estás más loca que yo…

Entonces ella se resigna y empieza a bromear:

– ¡Pues claro que estoy loca, por culpa de estar a tu lado, me has contagiado!

Le doy otro codazo. Ella se ríe y me abraza fuerte. Y pienso que, un poco, sí que es verdad que tengo el síndrome de Peter Pan. Porque todavía voy buscando la isla de Nunca Jamás. O quizás siempre haya estado ahí pero no consigo encontrarla.

Es hora de cenar y nos vamos a casa con hambre. Sí, estos días tenemos hambre, pero un hambre atávica, que la cena en casa no logra saciar. Un hambre que sólo una crep en Al 19 puede hacer pasar. Y así, cada noche, después de cenar, vamos a silenciar nuestro estómago. Carla dice que no es posible que sean sólo creps.

– Tienen que llevar algún ingrediente especial, porque si no venimos no me voy a la cama contenta…

– Para mí que es la Nutella –le contesto, pero ella no está convencida. Intento comer mi crep sin ensuciarme, que no es cosa fácil.

Tengo la boca embadurnada de chocolate. ¡Y pienso que Carla es idiota! Que con la excusa de limpiarme los labios podría acercarse y besarme… Nada.

Me pasa el dedo por la comisura.

– Me parece que tu hermana Camilla se ensucia menos que tú.

¡Sí, es idiota!

– ¡Chss! Déjame disfrutar de la crep. ¡Hablas como mi madre!

Las estrellas se pueden contar (versión lésbica)Where stories live. Discover now