CAPÍTULO I

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Doy un vistazo a las personas que comparten el vagón conmigo; la mayoría está en sus celulares con los auriculares puestos, unos leen, otros duermen. El tipo sentado al lado mío ronca muy fuerte, me impide concentrarme. Cierro mi agenda, la meto en mi bolso y me pongo de pie, permitiendo que alguien más tomase el asiento.

A estas alturas, ya no me interesa llegar a tiempo a la universidad. Pensé que Berlín sería divertido, pero creo que me dejé llevar mucho por lo que vi en las series, películas y el internet o tal vez me metí en el lugar equivocado. Las escuelas de arte siempre son divertidas, pero la barrera lingüística me impide hacer amigos o es que soy demasiado insegura como para hablarle a toda esa gente tan genial con la que asisto. Veo mi celular y me doy cuenta de que voy a llegar veinte minutos tarde. No importa, mi profesor de fotografía experimental ya se rindió conmigo. Nuevamente veo mi teléfono y cambio la canción.

Eifersucht empieza a sonar. Viene la nostalgia, hacía muchísimo tiempo que no escuchaba a Rammstein. Me acordé del primer semestre en la universidad, cuando estaba emocionada por lo que me deparaba el destino. No queda decir que me decepcioné muchísimo. Entonces, alguien choca conmigo, sacándome de mis pensamientos.

Llegué a mi estación. Me arranqué los audífonos y los metí a mi bolsillo. No estaba muy entusiasmada por ir a clases, mi alemán era pésimo, una vez más me dije:

«Rose, no debiste aplicar para un intercambio de este estilo. Ahora te quedan cuatro meses más de sufrimiento»

Pedí seis meses de intercambio en Berlín a una de las tantas universidades de arte que no me molestaré en nombrar y, sorprendentemente, fui seleccionada. Sí, dos meses en esta ciudad y ya quiero volver a casa.

Caminé tranquilamente rumbo al campus. Me gustaba ver a las personas apuradas yendo a sus trabajos o al colegio mientras que yo desperdiciaba la gran oportunidad académica que se me fue brindada. Creo que desde hace un tiempo perdí la pasión por el arte, tuve un bloqueo y no he sido capaz de salir de él.

La fresca brisa de Berlín me golpeó la cara, deshaciendo el peinado que tanto me costó realizar. Bueno, estoy exagerando, sólo me levanté, me vestí y me fui.

Llegué al campus, pero fui a sentarme en una de las bancas entre el área boscosa que rodeaba la academia de artes. Volví a ponerme los auriculares e intenté cambiar la canción, pero la aplicación no respondió, el maldito aparato se apagó de pronto y me dio un vuelco en el pecho. Mierda, no hace ni un año que lo compré. ¿Habrá sido el frío? ¿Le habrá caído agua y no me di cuenta? Puede que se haya jodido la batería... En ese instante quise llegar al aula sólo para conectarlo a la corriente. Al levantarme sentí un repentino mareo, estiré una pierna, pero al pisar sentí que caía al vacío. Me desvanecí. En la caída pude ver luces de colores, figuras extrañas, pareció que estaba en el espacio.



— Oye, oye — sentí que alguien me sacudía con una mano.

Abrí los ojos, topándome con un grupito de estudiantes, supe que lo eran porque llevaban libros consigo. El que me hablaba se veía de unos dieciocho y tenía el cabello pintado de rojo brillante. Fruncí el ceño, la cabeza todavía me daba vueltas.

— ¿Estás bien? — preguntó otro.

Me apoyé en los codos y me incliné hacia arriba. Carajo, ya se estaba haciendo de noche. ¿Cuánto tiempo duré desmayada y por qué nadie me descubrió hasta ahora? Imposible, este lugar es el más transitado de todo el campus.

— Sí, eso creo — dije, aceptando la mano que me tendió el pelirrojo teñido.

— ¿Quieres que llamemos a alguien? ¿Te llevamos al hospital?

Vi al chico y se me hizo tremendamente familiar, parecía una versión más joven de mi profesor de fotografía experimental. Entrecerré los ojos.

— Estoy bien. ¿Tienen un celular? El mío se jodió justo antes de que me desmayara — después, la curiosidad me ganó, tenía que saber cuál era el nombre de ese chico. Se parecía tanto al profesor Schmidt —. Por cierto, ¿cómo te llamas? Me eres muy familiar.

— Oh. Abel Schmidt — justamente se llamaba como el profesor. Sonreí, asintiendo, debía ser su hijo, aunque él jamás mencionó tener uno, ni siquiera sabía que el hombre estaba casado.

— Que casualidad. Mi maestro de fotografía se llama igual que tú, de hecho, se parecen mucho. ¿No eres su hijo?

Él me miró confundido. Movió negativamente la cabeza.

— Mi papá es contador — mencionó.

— Oh... — me encogí de hombros. Debía tratarse de una coincidencia —. Bueno, ¿tienen un celular que me presten?

Abel metió una mano en su mochila y me tendió un tabique. Literal un teléfono celular antiguo, rectangular y de color blanco. Lo miré, solté una risa divertida y dije:

— ¿En serio? — tomé el aparato —. ¿En qué año estamos? ¿En el 95? — dije, jocosa.

Ellos se miraron.

— No, estamos en el 94.

Sí, claro. Me estaban tendiendo una trampa. Ese grupo de pendejitos quería verme la cara de estúpida. Le regresé su teléfono, asintiendo con la cabeza.

— Ajá. Lo que tú digas — exclamé, alejándome.

Cuando iba hacia la línea del metro, me quedé sorprendida. Todo se veía diferente, los edificios, los autos, las personas... Debía estar alucinando. El golpe me dio fuerte.

Bajé las escaleras del subterráneo. Volteé a ver los pósteres pegados en las paredes y habían cambiado, leí las fechas y, efectivamente daban 1994. No, todo esto era un juego mental, seguramente seguía inconsciente. Era un sueño, eso debía ser, era la explicación más lógica.

Descendí a toda prisa y en el último escalón resbalé con un charco de lo que quise creer, era jugo de manzana. Caí de cara contra el suelo. Desde abajo vi a tres hombres que cargaban estuches con instrumentos, uno de ellos se me acercó y se agachó frente mío.

Estaba tan avergonzada que me costó alzar los ojos.

— ¿Estás bien? — era la segunda vez que me lo preguntaban.

Cuando finalmente me animé a verlo me quedé pasmada. ¿Eso era real?¿Qué chingados pasaba? ¿Cómo pasé de estar en 2019 a 1994 en un desmayo? Sentí el dolor en las rodillas y en la espalda debido al impacto. Me ofreció su mano, pero no quise tocarlo.

Christoph Schneider, el baterista de la que alguna vez fue mi banda favorita. Observé bien su rostro, se veía tan joven, no había ni una arruga, su cabello no tenía ni una cana, sus ojos reflejaban su juventud. Miré hacía donde estaban los otros dos y los reconocí y me sorprendí aún más. Oliver Riedel, el bajista... Bueno, no se veía tan distinto. Richard Kruspe apagó su cigarrillo antes de acercarse.

Yo me puse tan nerviosa. ¿Eso era real? Agarré la mano de Christoph, con fuerza, para constatar que aquello de verdad pasaba. Era firme, carne y hueso. Ayudó a levantarme y sonreí, incrédula, mirando al vacío.

— ¿Estás bien? — era la tercera vez que me lo preguntaban.

— Creo que he perdido la cabeza — respondí.

TRAUM [ Christoph Schneider ]Where stories live. Discover now