CAPÍTULO II

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— ¿En qué año estamos? — quise saber una vez más.

Christoph y Richard intercambiaron miradas. Éste último sonrió al tiempo que dijo:

— 1994.

— 15 de febrero de 1994 — segundó Schneider.

Mi cerebro no era capaz de asimilarlo, tenía tantas preguntas y nadie podría contestarlas. Sentía que estaba en un sueño, pero no sabía si era bueno o malo. ¿Un salto en el tiempo? ¿Cómo logré eso? ¿Sería algo tipo Medianoche en París? ¿Cómo regresaré a la actualidad? La última pregunta despertó una abrumadora angustia en mi interior.

— Puta madre, puta madre, puta madre... — murmuré llevándome las manos hacia la cabeza y sujetándome el cabello —. ¿Cómo iré a casa?

— ¿En serio estás bien? — la voz de Schneider me trajo de nuevo a la realidad.

«Realidad» ya no sabía qué era real o no.

Le eché otro vistazo. Recuerdos del primer semestre de la universidad, cuando me obsesioné con él, cuando me lamentaba haber nacido tan tarde. El asunto del salto temporal hubiese sido una bendición hace cuatro años. Miré las vías del tren, ¿y si esto tan real sí era un sueño? Podría arrojarme a la vía y cuando pase el vagón despertaré. Me sujeto bien los pantalones, sin decir nada, di tres largas zancadas. Escuché la aproximación del metro. La brisa que llevaba consigo me alborotó los pocos mechones largos que poseía. Salté, pero dos manos alcanzaron a sabotear mi caída. Fui arrastrada pocos centímetros lejos antes de que el vagón pasase a toda velocidad. El corazón me saltó con fuerza. Hasta ese momento mi cabeza me dijo que qué chingados hacía.

— ¿¡Qué carajos!?

Los tres sujetos, bueno, los tres integrantes de Rammstein estaban tan atónitos como yo.

Tomé una bocanada de aire. Bien, esto sí era real, no había duda.

— Oye, Doom, hay que llamar a la policía — susurró Richard al baterista —. No se ve que esté muy en sus cinco sentidos.

Creyó que no lo escuchaba, pero se equivocó. Moví negativamente la cabeza. Estaba cuerda, muy cuerda.

— Tengo que ir a casa — dije.

— ¿Necesitas que te llevemos? — se apresuró a decir Christoph —. No podemos dejarte sola, acabas de intentar suicidarte.

— No me quise suicidar — repliqué.

— Ah, ¿no? ¿Y eso qué era? — Richard frunció el ceño. Creo que estaba tan asombrado como yo.

— Quise probar algo — contesté.

— ¿Si los humanos tenemos ocho vidas como los gatos? No. ¡Tenemos una!

Nuestro vagón arribó. Al momento en que se acercaba, pude sentir la mano de Schneider agarrarme con fuerza, para detenerme en caso de intentar saltar de nuevo. No tenía qué hacerlo, ya no lo quería hacer. Nuestras miradas se cruzaron, yo me solté y entré al transporte a toda velocidad.

Inhalé con profundidad, intentando despejar mi mente. Ellos entraron seguido de mí. Yo permanecí de pie, frente a ellos.

«¿Cómo voy a regresar a casa?» me lo preguntaba una y otra vez.

Cerré los ojos, recordando las luces y las figuras extrañas y la sensación de levitar. Aún rehusándome a creer, me pellizqué el brazo con fuerza, pero al abrir los ojos seguía en el metro, con tres hombres mirándome como si estuviera loca. Los vi murmurar algo, luego, Christoph Schneider se puso de pie.

A decir verdad, no quería que nadie se me acercara. Estaba tan confundida...

— Estudias en la academia de arte, ¿verdad? — esbozó una suave sonrisa, una sonrisa que antes yo sólo había visto en entrevistas y que ahora tenía frente a mí, en vivo, a todo color y con una calidad tremenda.

— ¿Tengo mucho la pinta? — intento devolverle el gesto, pero ya no puedo.

— Algo así — respondió extendiéndome una botella de agua que estaba hasta la mitad. Se encogió de hombros —. Es de Oliver — apuntó a su amigo de cabello rapado. No hacía falta que me lo presentara, yo sabía bien quién era él.

Acepté el agua y me la bebí de un solo trago. Le regresé la botella vacía.

— Gracias — asentí con la cabeza.

— No hay de qué. Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo me lla... — le interrumpí.

— Christoph Schneider — mierda, no debí hacerlo porque su agradable mirada se tornó entre asombrada y asustada. Rápido quise enmendar mi error:—. Tienes cara de un Christoph Schneider, es que hay tantos Christoph Schneider en Berlín.

— Sí, los hay y sí, me llamo Christoph Schneider — rió incómodo —. Entonces, ¿cuál es tu nombre?

¿Debía decirlo?

— Rose.

— No eres de aquí, ¿verdad?

Negué con la cabeza, apretando los labios.

— Estaba hablando con mis amigos y después de tu intento de «probar algo», pensé en que podría acompañarte a casa. No me gustaría despertar mañana y leer en los periódicos que una tal Rose se suicidó.

— No me quise suicidar, de verdad — insistí.

El vagón se detuvo. Llegué a mi línea. Las puertas se abrieron.

— ¿Me dejas acompañarte?

¿Cómo le iba a decir que no? Fue muy importante para mí en algún momento de mi vida. Además, siempre me dio curiosidad ver cómo era antes de la fama.

Asentí.

¿Qué podría preguntarle sin que me mire como una loca? ¿Sobre cómo va el nuevo disco? ¿Sobre qué hizo en los diez años de descanso después de LIFAD? ¿Sobre Sehnsucht?

— Y... ¿A qué te dedicas? — pregunté mientras subíamos las escaleras.

— Soy músico — claro, ya sabía.

— Oh. Que genial — ¿no tenía una respuesta más cortante?

— ¿Qué estudias? — me conmovió que no haya querido dejar morir la conversación.

— Artes Visuales — dije sin mucho entusiasmo —. Pero perdí el rumbo, ya no tengo pasión hacia el arte.

— Debe ser muy frustrante.

— Cuando te acostumbras ya no lo es tanto — el pesimismo en mis palabras le hicieron desviar la mirada.

Salimos de la estación y comenzamos a caminar en las oscuras calles de Berlín, rumbo al edificio de apartamentos donde yo alquilaba. No hablamos más, él seguramente pensó que estoy loca. Entramos al condominio y en el elevador nos encontramos con una joven de cabello rubio, la reconocí, era mi casera actual, sólo que con más ganas de vivir y esperanza en la mirada. Ella nos miró frunciendo el ceño. ¡Que estúpida soy, jamás pensé en que mi apartamento en el 2019 pudiese estar ocupado en 1994!

— Disculpen, ¿vienen a visitar a alguien? — preguntó.

Yo presioné el botón de apertura.

— No, ella dijo que viv... — lo agarré de la manga del suéter y lo jalé conmigo hacia afuera.

Ahora no tenía dónde quedarme y los euros en mi billetera eran escasos, además, creo que en ese año el euro todavía no era la moneda de Alemania. Suspiré con pesadez.

— ¿Qué fue..? — Christoph me miró confundido.

— Me equivoqué de edificio — solté.

— Oh.

— Sí...

— ¿Y dónde está tu verdadero lugar?

— No lo sé.


TRAUM [ Christoph Schneider ]Where stories live. Discover now