Capítulo 8

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La luz daña mis ojos al intentar entreabrirlos, siento el mundo ir y venir a mi alrededor, bostezo y me remuevo en un inútil intento por incorporarme, pero el cuerpo me pesa demasiado como para hacer tal esfuerzo.

Giro un poco la cabeza al oír el rechinar de una puerta, busco con la mirada algo con qué defenderme, pero veo un rostro conocido y dejo de tantear sobre la cama.

―No pueden hablar con ella todavía ―explica Roman, pero no es él quien me interesa, es mamá.

―¿Qué dices? Es mi hija ―reclama. Me duele el corazón ver cómo su piel perdió color, luce pálida y ojerosa, por primera vez demuestra los años que tiene e incluso más.

―Sabes el protocolo, el general de división vendrá junto con el viceministro a interrogarla ―explica Roman y libero un resoplido descontento, ese simple sonido provoca que los ojos de mamá encuentren los míos.

―Artemisa ―susurra, pero no puedo llorar como ella lo hace, me siento como un cascarón hueco que comienza a pudrirse.

―Estoy bien ―intento decir, aunque me cuesta hablar correctamente, mi lengua se siente muerta al igual que mis extremidades―, descansa, hablamos luego ―aseguro, consigo obtener su resignación, pero eso no evita que llore como una niña―, no iré a ninguna parte ―susurro y tal vez sea un intento de auto consuelo de mi parte.

Elevo un poco más la mirada hacia la persona que la abraza, es Thompson, y luce igual de viejo que mamá, pero veo en sus ojos cómo me grita que ella va a estar bien, que él la ha sostenido y la sostendrá. Asiento suavemente con la cabeza, me devuelve el gesto y abraza a mamá, llevándola por el pasillo. Enfoco a Roman, arrugo los párpados por un segundo al verlo algo borroso, al abrirlos consigo distinguir mejor su rostro.

―Es normal que estés mareada ―comenta parándose a mi lado con los brazos cruzados―, tuvimos que sedarte porque intentaste volver a ese lugar disparando a dos enfermeras ―dice y giro un poco la cabeza para no verlo a la cara, siento vergüenza de mí misma.

―No fue mi intención ―aseguro con debilidad, miro mis manos con los ojos picando con completa agonía. «¿Qué me hicieron?»

―Lo sé ―replica en completa calma―. Tus heridas externas no son críticas, te darán el alta pronto, tal vez mañana ―continúa y cierro los ojos con frustración―, pareciera que allí no te alimentaban.

―Lo hacían ―musito.

―Vendrán a interrogarte en unos minutos, con un psicólogo y un psiquiatra incluidos, intenta despertar mejor ―aconseja, así que me incorporo un poco.

―¿Podré seguir trabajando? ―cuestiono, pero no consigo una respuesta. Roman solo camina hacia la salida y desaparece, dejándome sola por completo. Me siento correctamente, hago una mueca pues me duele la pierna, lo que me recuerda ese rostro lleno de triunfo, esos ojos fríos que ordenaron sin titubear que me mataran junto a mis amigos―. Maldito hijo de puta ―musito y miro mi mano, frunzo las cejas al notar que no tengo el anillo en el dedo anular.

El anillo dice Printsessa, sabrán quién soy ahora si lo encuentran. Perderé mi trabajo, seré encerrada en los calabozos...

―Permiso ―dicen abriendo la puerta. Dejo de mirarme la mano para ver a las seis personas que entran. Roman como general de brigada, el general de división, el viceministro y dos doctoras seguidas por un chico más joven con atuendo militar.

―Buenos días, teniente coronel ―me saluda el viceministro, me extiende una mano la cual me limito a observar sin querer tocarla.

―Buenos días ―murmuro, saludando de la misma forma a los demás. El viceministro me evalúa con sus ojos marrones y se pasa una mano por la barbilla, peinándose la corta y rizada barba negra que le cubre la parte inferior del rostro.

El diamante de Dios [#3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora