Capítulo 34.

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A pesar de la amenaza que recibí por parte del padre de Marcela, a la mañana siguiente, conduje mi camioneta con velocidad hasta aparcar frente a su hogar. El vecindario estaba despoblado, y el aire frío canturreaba entre las ramas vacías de los árboles.

Mi cabeza aún martilleaba luego de los golpes que recibí, pero éso no fue impedimento para tocar la puerta de entrada con brusquedad. El corazón me latía con poca sutileza, iba a un ritmo tan acelerado que me provocaba ciertas náuseas. Si era su padre quien abría la puerta, habría un enfrentamiento, y ésa vez no me contendría de golpearlo.

Tuve que tocar varias veces antes de que la puerta emitiera un pequeño rechinido y mis piernas se aflojaran. Detrás de la pieza de madera estaba Marcela, con un moretón en su ojo izquierdo. 

Esperaba que me recibiera con un fuerte abrazo, en cambio, intentó dar un portazo contra mi rostro, aunque metí mi pie justo a tiempo para detener la puerta. Marcela forcejeó, pero mi fuerza era mayor que la suya y terminé entrando en su casa.

Su expresión era de puro terror, lo que me provocó una punzada en el pecho. ¿Ella me tenía miedo?

—Marcela —quise tomar su mano, pero se apartó—. ¿Qué ocurre?

—Debes irte —dijo en voz baja—. Mi padre está dormido, no tardará en despertar y no puede verte aquí.

—No me iré —sentencié con voz queda—, si tú no vienes conmigo.

—¿Por qué haces ésto?

—Porque te amo —respondí con un ligero temblor.

Los ojos de Marcela se agrandaron y, la fina línea que era su boca, se convirtió en una sonrisa ladeada. Pero cuando el rechinido de otra puerta resonó en el fondo del pasillo, su rostro palideció y me empujó fuera de la casa con poca sutileza.

La miré sorprendido por lo que acababa de hacer. A pesar de las amenazas de su padre, estaba ahí, conmigo, afuera de su hogar mirándome con un halo de esperanza. Tomó mis manos y las llevó alrededor de su cintura, después enganchó sus brazos a mi cuello y me besó con una intensa magnitud que hizo cuestionarme si estaba soñando o en realidad estábamos juntos.

Se apartó de mí, sonrojada de las mejillas, y acuné su rostro con ambas manos para acercarla de nuevo, hasta que nuestras respiraciones se volvieron una.

—También te amo, y por éso necesito que te marches.

—¿En realidad crees que seré tan idiota como para irme?

—Dijiste que arriesgarías todo por mí, ¿cierto? Entonces hazlo, y márchate.

Comenzó a girar la perilla de la puerta, pero la detuve, más agresivo de lo que esperaba, y tiré de su cuerpo para volverla a acercar a mí. Su actitud por fin estaba colmando mi paciencia. La sostuve de los hombros mientras intentaba controlar mi respiración y el temblor de mi cuerpo. Estaba enfadado y no quería cometer una estupidez.

—Estoy harto de tener que ser yo el que lo dé todo en nuestra relación —confesé entre dientes, respirando de una manera entrecortada—. Jamás te he puesto a elegir entre tu familia o yo, pero esta vez lo haré. Decide si quieres seguir sufriendo ésto —señalé su ojo morado—, o salir de aquí e irte conmigo.

—¿Irnos? ¿A dónde? —preguntó con un tajo de molestia en su voz—.  No tenemos nada Daniel.

—¿Y éso importa? —la solté e hice un ademán con ambas manos—.Si pensabas cuidar de dos hermanos, supongo que puedes cuidar de ti.

Suspiró apartando la mirada de mí. Sus pies habían comenzado a danzar sobre el suelo, lo que me ponía más nervioso. No sabía si ella se estaba orinando, o simplemente estaba ansiosa. ¡Necesitaba una solución! No me iría de ahí hasta estar seguro de la decisión que Marcela tomaría. 

Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora