Capítulo 9.

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Aborrecía los martes, eran como un lunes, pero más hastiados. 

Las materias que tomaba las impartían maestros que apenas podían recordar su propio nombre, a excepción de la señorita Spanier, con la que había coqueteado en más de una ocasión. Como sea, no sólo estaba molesto por el hecho de que debía soportar a mis profesores, sino que Pamela me había impedido llegar temprano a la escuela para estar con Marcela, lo cual, obviamente, me ponía de mal humor.

Eran las siete cuarenta y cinco y ella seguía arreglándose frente al espejo. No llegaríamos a tiempo a la primera clase y, si eso ocurría, tendríamos que volver hasta las diez, lo que significaba que serían dos horas menos de estar junto a Marcela. 

Tuve que apresurar a mi novia para que no se hiciera demasiado tarde. Y cuando por fin estuvimos en la camioneta, pisé el acelerador como si no existiera un mañana. Me pasaba semáforos en rojo, lo que provocaba que Pamela se pusiera nerviosa y, por ende, yo también. Aunque manejara como el idiota que era, nunca me había accidentado, y esa no sería la primera vez. Tenía que llegar a donde estaba mi compañera. 

Cuando llegamos al estacionamiento de la escuela, me bajé apresurado, mientras Pamela, con cuidado de no arrugar su chamarra, se desabrochó el cinturón de seguridad. Quise correr, pero sabía que éso no era apropiado, además tan sólo faltaban dos minutos para que la clase comenzara. ¡Mierda, no lo habíamos logrado! 

Suspiré un poco enfadado, entonces vi que mi profesor apenas estaba estacionando su viejo automóvil. Di un pequeño brinco de victoria, pero cuando vi que Pamela seguía adentro de la camioneta me volví loco. Le abrí la puerta para ayudarla a bajar y, antes de que pudiera decir algo, salí corriendo en dirección hacia mi clase. Pasé junto al profesor mientras le dedicaba una cálida sonrisa, y entré en el aula, exhausto por el esfuerzo. 

Me dispuse a sentarme detrás de Marcela, pero cuando dirigí la mirada hacia su lugar, mi estómago cayó hasta el suelo. Ella no estaba. 

Miré a Carmen en busca de respuestas, pero se encogió de hombros, igual de confundida. El maestro entró al salón y cerró la puerta detrás de él, dándole un ligero portazo en la cara a Pamela. Todo el salón se burló, aunque sabía que cuando la volviera a ver, el castigado sería yo. Me senté en mi lugar habitual y Alejandro me dio una pequeña palmada en el hombro, como muestra de aprobación ante lo que había hecho con Pamela. 

El profesor se soltó hablando, pero no escuché ni una sola de sus palabras, estaba absorto en mis pensamientos. No podía dejar de preguntarme en dónde se encontraba Marcela, y qué había pasado con ella. Indagué en mis recuerdos, lo cual me hizo enloquecer. Recordé una vez en tercer semestre cuando llegó roja del rostro por la fiebre y con varios paquetes de pañuelos para limpiarse la nariz. Ella nunca había faltado a clases por ningún motivo. Me estremecí al pensar en que algo malo le pudiese haber ocurrido. 

No podía ni quería esperar.

—Profesor —me levanté con un ligero estremecimiento—. No me siento muy bien, ¿puedo retirarme?

—Es curioso, señor Blair —comentó con voz ronca—, hace rato se veía muy enérgico corriendo por los pasillos. 

—Sí, bueno, no quería perderme su clase —dije fingiendo cansancio—, pero dicen que primero es la salud. 

Asintió, insatisfecho por mi excusa,  y me permitió salir, haciéndole saber que conseguiría todos los apuntes de la clase. 

Me colgué la mochila en hombro, temeroso por ir a enfrentar las noticias acerca de Marcela. Cuando salí del salón casi choqué contra Pamela, que estaba recargada en la pared exterior del salón. Me miró sorprendida, intentando disimular su enfado.

Cuando la oscuridad venga [1]Where stories live. Discover now