Capítulo 12.

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El viernes, Marcela durmió hasta altas horas de la tarde.

Conocía el motivo de aquéllo: su mente y cuerpo estaban cansados por tener que ser siempre fuertes ante los problemas que la vida le enviaba a su familia y a ella pero, al estar en mi casa, podía descansar todo lo que deseara.

Mientras ella dormía, me dediqué a la lectura de Demian del autor alemán Hermann Hesse, en el cual narraba la vida de Emil Sinclair, y el paso de la niñez a la madurez del personaje. 

Sin embargo, a mitad de la lectura, mis pensamientos comenzaron a brotar desde lo más oscuro de mi mente. Ideas que intentaba controlar por lo estúpidas que eran. 

Por más que intenté recordar cuándo fue la última vez que me sentí tan calmado en compañía de una mujer, no lo conseguí. Con todas las chicas con las que había estado eran ruidosas, exageradas y siempre buscaban un pretexto para pelear. Ninguna de ellas poseía la elegancia y carisma de Marcela. Además, ella era especial pues prefería ejercitar su mente que su cuerpo —sin olvidar destacar que su cuerpo era espectacular—, y su mejor cualidad era que no importaban los retos que se le cruzaran enfrente, ella conseguía la manera de superarlos y ser mejor que antes.

 Y la lista de sus defectos pudo haber estado en cero, pero su tonta idea de suicidarse era el mayor fallo en su vida.

No podía creer que aquella chica tan inteligente y responsable pudiera pensar en algo tan... inhumano. Era cruel, no sólo para ella, sino para las personas que la queríamos. 

Sujeté con fuerza el libro entre mis manos y algunas páginas de éste, se doblaron. 

Entonces, unos delicados pasos se aceraron por detrás mío y viré la cabeza para encontrarme con esos exóticos ojos verdes.

Su cabello estaba alborotado y sus mejillas eran de color rosado. Se arrastró hasta el sentarse a mi lado, luciendo una camiseta mía que le llegaba a la mitad de los muslos y un pantalón de felpa morado. 

A pesar de ser una chica alta, aún existía una considerable diferencia entre nuestras estaturas. 

Me miró, frotándose los ojos, y se acercó para revolver mi cabello con un gesto protector. 

—¿Quieres ducharte primero? —pregunté con la voz ronca.

—¿Por qué? ¿Insinúas que huelo mal?

Reí y fue mi turno de acariciar su cabello. 

Hizo puchero cuando le dije que me acompañara a la cocina. Sus ojos suplicaban que la dejara descansar otro rato sobre el sillón de la sala, pero negué por lo bajo y la tomé de las manos para que se levantara. 

Sus manos frías eran igual al clima de la ciudad. Sin embargo, cuando sus dedos se entrelazaron con los míos, sentí que todo en mi cuerpo ardía. 

En la cocina, le hice entrega de una taza de chocolate caliente, que aceptó gustosa y bebió ansiosa. De un solo trago acabó con el líquido y me miró apenada.

—¿Quieres...?

Asintió con entusiasmo. 

Volví a llenar su taza y se la entregué con una expresión de diversión cubriendo mi rostro. 

—¿No habrás olvidado que hoy es la carne asada de Víctor? —cuestioné, cruzándome de brazos.

—Lo sé, apenas son las cuatro, faltan dos horas.

Dio un sorbo a su bebida, y su labio superior se manchó de chocolate.

—Imaginé que te arreglarías desde... —miré mi reloj imaginario— ahora.

Cuando la oscuridad venga [1]Where stories live. Discover now