Capítulo 10.

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Volvimos a la habitación juntos. Sus pasos eran lentos y pesados, por lo que tuve que ayudarla a caminar, enganchando mi brazo con el suyo. 

Al entrar a mi habitación, ambos miramos la cama, nerviosos por la idea que cruzó nuestras mentes.

 Me recordó a una escena de película en la que estarán juntos por primera vez después de su boda y no saben cómo empezar. Pero ese no era nuestro caso. No estábamos casados, ni tendríamos sexo.

Claro que deseaba sentir su piel sobre la mía, pero no de una manera sexual, sino que ansiaba acariciar sus brazos, su rostro, su cuello y cualquier parte que ella me permitiera. Estaba, más que nada, ansioso por cubrirla con mis brazos y demostrarle que a partir de ese momento, la cuidaría. 

Dejé que fuera ella la que tomara la iniciativa. Me dedicó una cálida sonrisa antes de zafarse de mi brazo, y meterse bajo las sábanas con movimientos serenos y cuidadosos. Recostó su cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. 

Por mi parte, sentía que las rodillas me temblaban, pues jamás me había sentido así de débil y vulnerable. Aunque me gustaba saber que una chica podía causar verdaderas emociones en mí. 

Vacilé unos segundos antes de dirigirme al baño para cambiarme de ropa. Estaba orgulloso de mis abdominales, pero no sabía si ella quería presenciar un acto casi nudista de mi parte, así que opté por irme a otro lugar. 

Cuando me miré en el espejo me sentí como un verdadero idiota. Mi rostro estaba sonrojado y una estúpida sonrisa abarcaba el ancho de mi cara. Quién sabe cuánto tiempo llevaba luciendo esa pinta.

Suspiré aliviado después de lavarme la cara y quitarme el calor de encima. 

Volví a la habitación, y me quedé perplejo al ver a Marcela sentada, sujetando su diario con sumo aprecio. Mi corazón se agitó a una velocidad increíble y los recuerdos se dispararon por mi mente. Todo había comenzado una semana atrás, cuando Víctor hurgó en su mochila y encontró su diario. Sino hubiese sido por él, Marcela seguiría siendo la chica tímida sentada hasta el frente del aula. 

Tragué saliva, taciturno por recordar el verdadero motivo por el cual habíamos comenzado a ser amigos.

Aún me sentía culpable por haber leído su diario, pues fue una falta de respeto. 

Sin embargo,  me aventuré a acercarme a ella, fingiendo no reconocer la posesión que tenía entre sus delicadas manos. Cuando me recosté a su lado, dejó la libreta sobre la mesita de noche.

—¿Qué es éso? —pregunté, fingiendo inocencia.

—Mi diario —admitió sin rodeos.

—¿Puedo verlo? —estiré la mano para tomarlo, pero me golpeó.

—¡Por supuesto que no! —respondió fingiendo enojo—. Es lo más íntimo que una chica puede tener, más que su ropa interior. 

—De acuerdo, entonces desnúdate y dejaré tu diario en paz. 

Rió, mostrando sus blancos dientes.

—Buen intento Blair —dijo con diversión—, pero no volverás a verme de esa manera.

—Eso espero —nuestras miradas se cruzaron—. No quiero tener que mirar esas heridas de nuevo.

Su sonrisa se convirtió en una mueca preocupada y, a pesar del feo rasguño en su mejilla, se veía preciosa. 

—Lamento tener que agobiarte con mis problemas —comentó melancólica.

—No lo haces —dije sentándome a su lado—. Me gusta ayudarte y, sobre todo, cuidarte.

Cuando la oscuridad venga [1]Where stories live. Discover now