Capítulo 28.

10.6K 1.2K 128
                                    

Mientras Víctor terminaba su rutina en la escaladora, me dediqué a hacer cuatro series de veinte levantamientos con mis pesas. 

Llevábamos aproximadamente cuarenta minutos en el gimnasio New Body, que se encontraba en el centro de la ciudad. Solíamos acudir ahí debido a su amplia variedad de aparatos y a las clases extras como zumba, poledance, natación, entre otras. Además, Víctor disfrutaba de la preferencia de las mujeres por ese gimnasio, las cuales eran un setenta por ciento de los clientes frecuentes. 

Mi respiración estaba entrecortada, ya que mis lesiones aún dolían en algunas partes del cuerpo, y debía forzar a mis pulmones a drenar el oxígeno suficiente para no desmayarme. El médico me había recomendado descansar otra semana, pero mi repentino cambio de sentimientos me hizo creer que necesitaba comenzar a comportarme de nuevo como un hombre y, para ello, quise empezar en el gimnasio, olvidando el dolor que se propagaba en mi cuerpo. Darme por vencido era sinónimo de debilidad, y un Blair no podía demostrar vulnerabilidad.

Una rubia de alta estatura pasó a mi lado, contoneando la cadera y dedicándome una sonrisa pícara. Arqueé una de mis cejas, confundido, y aparté la mirada de su esbelta figura. En cualquier otra ocasión, hubiera cedido ante su provocativa sonrisa, pero aquellos eran viejos tiempos, y ya no me interesaba ninguna otra mujer que no fuese Marcela.

—Está bien que respetes tu relación —comentó Víctor mientras tomaba unas mancuernas—,   pero últimamente actúas como un marica 

—¿A qué te refieres? —pregunté forzando la voz. 

—No miras a otras chicas, como si éso fuese una infidelidad. Alguien alguna vez dijo: "No porque ya hayas ordenado significa que no puedas mirar el menú".

Reí por lo bajo, olvidando el esfuerzo que requería levantar las pesas de veinte libras.

—¿No fuiste tú el que me aconsejó cuidar de Marcela y dejar de ser un imbécil?

—Bueno, sí. Pero éso no significa que el día de tu cumpleaños debas pasarlo en el gimnasio sin disfrutar del placer de observar traseros como aquéllos.

Con un ligero movimiento de cabeza me indicó que mirara hacia el área de poledance, donde ocho chicas con diminutas prendas practicaban una posición invertida en el tubo, sacando su trasero al aire y el cabello rozando el suelo. Sinceramente apreciar sus voluptuosos cuerpos me pareció una gran idea, pero mi único interés era terminar mi rutina y poder salir de ahí para evitar posibles tentaciones. 

Volví mi atención a las pesas. Sólo me faltaba la mitad de una serie. Entonces Víctor, frustrado, se alejó de mí con un simple gruñido como respuesta ante mi neutralidad ante traseros majestuosos. 

—¿Daniel Blair? —llamó una delicada voz a mi espalda. 

Suspiré frustrado antes de voltear. ¿Acaso no podía ejercitarme tranquilamente?

Cuando miré a la chica que había pronunciado mi nombre con tanta gentileza, sentí que el mundo se detuvo por un instante. 

Se trataba de Teresa Hansen, un antiguo amor que nunca pudo ser.

Mi corazón se aceleró más de lo que ya estaba, pues puntos de colores mancharon mi visión, y me enviaron de golpe al pasado, donde los recuerdos sobre mi exnovia se hicieron vívidos.

Durante primer semestre de preparatoria, conocí a Teresa en la fiesta de Héctor. Era una chica bonita y amigable. Sus espectaculares ojos azules me habían cautivado en cuanto nuestras miradas se cruzaron, y su cabello negro recogido en una coleta desató mi gusto por aquél peinado. Además de ser inteligente, culta y discreta, estaba interesada por los deportes al igual que yo, lo que terminó por flecharme de ella. Sin embargo, nunca pudimos comenzar una relación, debido a que sus amigas le habían revelado mi oscuro secreto de infidelidades. Lo que sólo nosotros dos sabíamos, era que ambos perdimos nuestra virginidad juntos, lo que provocó que Teresa fuera una marca permanente en mi vida, y yo en la suya, por haber sido el primer chico en su cama y por haberle roto el corazón por mi manía de conquistar mujeres. 

—¿Teresa? —pregunté aún confundido por la sorpresa. 

—No puedo creer que seas tú —dijo amablemente mientras me estrechaba en un cálido abrazo.

Seguía siendo la misma que conocí, a excepción de sus pechos aumentados en dos tallas, y que lucía ropa ajustada que revelaba curvas que antes no tenía. 

—¿Cómo has estado? —preguntó observándome de la cabeza a los pies—. Vaya que has cambiado. 

—Tú también te ves diferente —comenté torpemente. Su presencia me había provocado un temblor en todo el cuerpo.

—Tenemos que salir —propuso sin rodeos—, hay tantas cosas que quiero saber de ti. En el periódico que vi que fuiste víctima de un ataque, ¿cómo sigues? —preguntó rozando mi brazo con su delicada mano. 

—No fue tan grave —mentí resistiendo el dolor que sentí al recordar la paliza que me dieron—, sólo unos golpes.

—Ya tendrás tiempo de contármelo cuando salgamos, ¿qué te parece mañana por la noche? 

—Realmente no estoy seguro de estar libre mañana.

Rasqué la parte trasera de mi cuello, ansioso de que la conversación terminara. Sus profundos ojos azules no dejaban de conectarse con los míos, y mi cuerpo comenzaba a mandarme señales eléctricas de que debía huir o cometería una estupidez.

—De acuerdo —dijo pensando—, dame tu número. 

—¿Tienes dónde anotar? 

—No es necesario, ¿olvidaste la buena memoria que tengo? —se dio unos golpecitos en la sien. 

Sonreí. Claro que lo recordaba. En el pasado, Teresa podía recordar las fechas del día en que nos conocimos, nuestra primera cita, primer beso, primera llamada telefónica, todo. Lo cual me había causado mayor interés por ella.  

Mientras le dictaba mi número, balbuceó por lo bajo, repitiendo cada uno de los dígitos que salían de mi boca. Por primera vez, su mirada se clavó en algo que no fueran mis ojos. Y la distancia que había entre nosotros creció, pues ella comenzó a tamborilear el piso con uno de sus pies para mayor concentración.

  —Está bien, lo tengo —dijo con una amplia sonrisa—. Te llamaré un día de estos, ¿de acuerdo?

—Teresa, en realidad hay algo que me gustaría decirte —mi voz tembló, haciéndome sentir como un completo estúpido—. Yo, es decir, quiero que sepas...

Una ruidosa música, proveniente del área de zumba, retumbó  sobre las paredes del gimnasio, logrando que olvidara lo que iba a decirle. Su mirada viajó hasta la  instructora de baile y ahogó un grito de sorpresa.

—¡Tengo que irme! La clase ya empezó y me regañaran —con un rápido movimiento se lanzó a mi rostro y besó una de mis mejillas, dejándola pegajosa por su saliva—. Nos veremos después Dani.    

La vi marcharse, corriendo entre los distintos aparatos, hasta perderse llegar detrás de una pared de vidrios de visión unilateral. Se miró el trasero en el espejo, y acomodó su cabello antes de comenzar a hacer los estiramientos que la instructora les indicó a las más de quince chicas reunidas.

Víctor se acercó, mirando el camino que Teresa había trazado a lo largo del gimnasio.

—¿Quién es ella? —preguntó babeando, mirándome por primera vez desde su regreso—. ¿Acabas de conocerla?

—No —respondí con seriedad, sin apartar la mirada de Teresa—. Es una vieja amiga.

—¿Y que ocurrió?

—Creo que tengo una cita —respondí confundido.


Cuando la oscuridad venga [1]Where stories live. Discover now