Capítulo 11.

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A pesar de saber que Marcela estaría a mi lado, me desperté malhumorado. Sin embargo, aquél sentimiento fue remplazado por el pánico cuando miré a mi derecha y ella ya no estaba.

Me levanté de un brinco y arrojé la cobija a un lado de la cama. Perder de vista a Marcela me ponía nervioso. ¡No la quería lejos! 

El temor se disipó cuando escuché ruidos en la cocina. Miré el reloj, apenas eran las seis treinta, aunque estaba enterado de la rígida rutina de Marcela de levantarse temprano para llegar media hora antes a la escuela. Seguía sin entender a qué se debía ese afán  por ser exageradamente puntual.

Recordé los últimos momentos que habíamos pasado antes de dormir y un estúpida sonrisa de dibujó en mi rostro. Estaba deseoso por comenzar otro perfecto día a su lado: llegar juntos a la escuela, sentarme detrás de ella en clases, salir del colegio e ir a comer a un lugar bonito, volver a casa para ejercitarme mientras ella hacía algo de su gusto, después ducharnos —por separado— y escucharla cantar. Y al final del día, volver a la cama juntos y poderla tener a centímetros de mí.

Fui a la cocina mientras estiraba los brazos por encima de mi cabeza. Al entrar, me encontré con una grata sorpresa. Marcela había preparado hot cakes y licuado de plátano. No acostumbraba desayunar, pero un rugido de mi estómago me dijo que aquélla mañana lo haría. 

—Hey, buenos días —dijo alegre—. ¿Cómo amaneciste? 

—Bien —bostecé —. Bastante bien, y ¿tú? 

—Un poco adolorida, pero no me quejo —respondió encogiéndose de hombros —. Fue una buena noche. 

Escuchar aquéllo hizo que sonriera como estúpido. Ya se me estaba haciendo costumbre mostrar mi faceta de chico vulnerable y sentimental. Estaba feliz de saber que pasó un buen rato a mi lado. 

—¿Irás a la escuela hoy? —pregunté mientras la ayudaba a servir la comida.

—Por supuesto, ya perdí un día de clases, no puedo volver a faltar.

—No estás bien de salud, quizás deberías de llamar a la escuela para avisar.

La miré directo hacia la herida de su mejilla y fue inevitable que una mueca de preocupación se formara en mi rostro. 

—Son sólo unos pequeños rasguños, estaré bien.

Se sentó en un lado de la mesa, engullendo de un bocado gran parte de su hot cake. 

Sabía que ella era una guerrera, pero no estaba seguro si era buena idea que fuera a la escuela, es decir, lo mejor sería que descansara. 

Devoré mi desayuno tan rápido como pude. Quería seguir hablando con ella, pero no podía hablar con la boca llena. Marcela era tan educada que se decepcionaría si veía mis modales en la mesa. Ella comía un bocado y limpiaba su boca, daba un sorbo a su licuado y de nuevo utilizaba su servilleta. Me parecía fascinante ver a una chica que aún tenía buen gusto en las cosas y era instruida. 

El día fue uno de los más ventosos del año. Pequeñas ramas y folletos azotaban con fuerza contra el parabrisas. Las calles estaban desiertas a pesar de ser miércoles a las siete treinta de la mañana. Nos pareció extraño, ya que a esa hora ya había tráfico y pequeños niños corriendo afuera de su hogar. Creímos que se debía sólo al mal clima, pero cuando llegamos a la escuela un enorme letrero rojo nos hizo sentir como unos completos idiotas:

ESCUELA CERRADA.

Nos miramos frustrados y dejé escapar un gruñido mientras golpeaba el volante del coche. 

Habíamos olvidado que en aquéllas épocas del año, existía peligro de fuertes tormentas eléctricas, granizadas y lluvias torrenciales, por lo que era necesario cerrar escuelas, algunas oficinas e incluso unos centros comerciales.

Cuando la oscuridad venga [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora