Parte XVI: BAJO EL INFLUJO DEL PORTAL - CAPÍTULO 154

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CAPÍTULO 154

Miles de sylvanos. La fila era interminable. La evacuación duró horas y horas, pero a pesar de la fatiga, de la espera, la paciencia de los sylvanos era infinita, pues ahora no dudaban de que la profecía era real y de que los esperaba una vida mejor en Ingra. Solo había una persona que no compartía ese optimismo, ese entusiasmo por vivir: Dana.

Cuando Felisa había emergido con Calpar por el portal, Dana apenas había levantado la cabeza y no había compartido la efusiva bienvenida a la Reina de Obsidiana. Ni siquiera sentía satisfacción al ver que el sacrificio de Lug había rendido frutos. Se sentía vacía y nada le importaba. Cinco mil sylvanos no valían la vida de Lug. No, ni siquiera millones de ellos hubiesen valido la vida de su amado esposo.

Durante toda la evacuación, Dana no se había movido del lado de Lug, tomando su mano inerte, dejando que las lágrimas rodaran silenciosas por sus mejillas. Augusto se había acercado varias veces a comprobar el pulso de la Llave de los Mundos, que era cada vez más débil, aunque el alquimista no lo decía en voz alta. No necesitaba decirlo, Dana lo sabía. Sabía perfectamente que Lug estaba muriendo, dando su vida lentamente por la causa en la que creía: la Restauración.

La única otra persona que había estado todo el tiempo acompañando a Dana en su dolor era Sabrina, sentada del otro lado de Lug. Sabrina había intentado varias veces consolar a Dana, ofreciendo aliento: el corazón de Lug todavía latía, tal vez no todo estaba perdido... Pero Dana no quería escuchar la lástima condescendiente y falaz de nadie. Finalmente, Sabrina había comprendido que lo mejor que podía brindarle a Dana en este momento era una presencia silenciosa.

Dana acarició la piel del pecho de Lug alrededor del Tiamerin. Estaba reseca y muerta, y parte de ella se descamó, arrastrada por las yemas de los dedos de Dana. El Tiamerin lo estaba consumiendo, quemándolo vivo, resquebrajando su cuerpo. Pronto, no quedaría nada de él excepto quebradizos huesos ennegrecidos, o tal vez ni siquiera eso. ¿Cuánto tiempo más tenía que sufrir esta agonía de ver a su esposo desintegrándose frente a sus ojos? Le dieron ganas de conectar su mente con la de él, escuchar su voz por última vez, pero Felisa se lo había prohibido. Si Dana distraía a Lug por solo un segundo, la sujeción que tenía sobre Arundel se disolvería, echando todo el plan a perder, haciendo que Lug muriera a manos del patriarca. Por momentos, Dana se dejaba llevar por la angustia y se preguntaba: ¿qué diferencia había? Lug moriría de todas formas.

Solo quería escuchar su voz...

Sí, había una diferencia. Si Dana sucumbía a sus deseos, el sacrificio de Lug habría sido por nada. ¿Y qué iba a decirle a él en esa comunicación? ¿Quería escucharte y no me importó que eso provocara el genocidio que estabas tratando de evitar? Y a pesar de eso...

Solo quería escuchar su voz...

Como si adivinara que Dana estaba flaqueando más allá de lo debido, Sabrina habló por primera vez en muchas horas, interrumpiendo los tentadores pensamientos de Dana:

—Hoy más temprano, me dijiste que él es mi hermano. ¿Él es hijo de Bernard, es decir, Cormac?

—No —respondió Dana con un hilo de voz—. Tú y él compartían a tu madre.

—Nunca conocí a mi madre —dijo Sabrina.

—Él tampoco, bueno no hasta mucho después. Cuando la conoció, ella no era una buena persona y mucho menos una buena madre. Cormac fue el único que pudo cambiar eso con su amor y su perseverancia. Nunca he visto una historia de redención como la de ella. Es una lástima que no hayas podido conocerla. Para cuando te tuvo, era una mujer muy diferente. Habría sido una madre excelente para ti.

—Ni Ariosto ni Cormac me han hablado mucho de ella —reflexionó Sabrina.

—Para Cormac, esa pérdida es todavía dolorosa, a pesar de todos los años que han pasado. Tu existencia fue lo único que lo hizo salir del pozo en donde se había enterrado en vida después de la muerte de ella. Pero supongo que ya es tiempo de que supere su dolor y te hable de tu madre.

—¿Tengo más hermanos además de Lug?

—No, Lug era el único.

—Todavía lo es —corrigió Sabrina.

Dana no contestó.

Sin saber más que agregar y sintiendo que no debía presionar más sobre el asunto de la supervivencia de Lug, Sabrina volvió a callar.

Pasaron muchas horas más y Dana se sobresaltó al sentir la mano de Augusto en su hombro, sacándola de su absorto estado de angustia.

—Dana... —la llamó su yerno suavemente.

Ella levantó la vista. Felisa estaba allí parada y también Bruno y Calpar. Dana dirigió su mirada al portal y no vio más sylvanos cruzando de la mano. Dana ni siquiera se había dado cuenta de que el bosque a su alrededor había desaparecido. Solo quedaba un pequeño parche de césped donde ella y Sabrina estaban sentadas junto a Lug. La tranquila luz azul del portal brillaba a un par de metros a su izquierda.

—Es hora de partir —anunció Felisa.

—No me iré a ningún lado sin él —señaló Dana el cuerpo de Lug.

—Por supuesto —asintió Augusto—. Lo llevaremos con nosotros.

Bruno y Augusto colocaron una camilla de lona al lado del cuerpo de Lug. Luego, Augusto tomó a Lug de las axilas, mientras Bruno le tomaba los pies. Al levantarlo para ponerlo sobre la camilla, Dana dio un grito:

—¡¡¡No!!!

El mero movimiento del cuerpo había provocado el quiebre de los resecos huesos de las piernas. Bruno y Augusto se apresuraron a apoyar de nuevo el cuerpo en el suelo. El Tiamerin incrustado en el pecho de Lug comenzó a brillar con una luz roja y peligrosa. Casi al instante, la luz se esparció por todo el cuerpo, calentándolo.

—¡¡¡Lug!!! —gritó Dana, lanzándose con desesperación sobre su esposo.

Augusto trató de contenerla, pero ella se deshizo de él. El calor del Tiamerin se hizo más intenso y el cuerpo comenzó a arder.

—¡Dana! ¡Dana, apártate! ¡Déjalo! —le gritó Augusto.

Ella no le hizo caso. El cuerpo de Lug era ahora una antorcha viviente. Dana hubiese querido morir consumida por su fuego, abrazada a las llamas, pero entre Augusto y Bruno la tomaron de la cintura y los brazos y la tiraron con fuerza hacia atrás.

—¡No! ¡Déjenme! ¡Déjenme irme con él! —gritó ella, forcejeando maniáticamente.

Bruno y Augusto la sostuvieron con firmeza. Las manos de ella estaban severamente quemadas, pero no parecía haber sufrido más daño físico que eso.

Las llamas devoraron el cuerpo en pocos minutos, ante la mirada horrorizada de todos. Dana lloraba amargamente. Sabrina ocultaba su rostro en sus manos, sollozando. Había lágrimas en las mejillas de Bruno, Augusto y Calpar también. Felisa se mantenía a distancia, en silencio.

Entre los restos carbonizados, el brillo del Tiamerin se apagó. Felisa se acercó y apartó las cenizas que cubrían la gema.

—No lo toques con las manos desnudas —le advirtió Augusto.

Felisa asintió y envolvió su mano con la tela de su blusa, tomando la gema con cuidado. Sabrina se sacó el relicario de oro que llevaba colgado en el cuello y se lo entregó a Felisa, quien guardó allí la gema. Luego, Felisa se acercó a Dana y le colgó el relicario al cuello.

—Debemos irnos —le susurró Felisa a Dana.

Dana asintió en silencio, aceptando. Bruno y Augusto la ayudaron a ponerse de pie y la llevaron hasta el portal. Felisa los cruzó hacia Sorventus, cerrando el portal tras de sí y desvaneciendo a Arundel de la existencia para siempre.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora