Parte XVIII: BAJO BUENOS AUGURIOS - CAPÍTULO 159

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PARTE XVIII: BAJO BUENOS AUGURIOS

CAPÍTULO 159

Mordecai despertó de su trance con los ojos brillantes y una sonrisa amplia en su rostro.

—Esa sonrisa es bastante reveladora —comentó Cormac, sentado frente a él—. ¿Viste algo?

—Lavia —respondió Mordecai—. La noche del cuarto menguante.

—¿El mensajero?

—Solo vi la carreta y la caja. El Óculo está adentro. Su energía es tan potente que no tuve que hacer mucho esfuerzo para invocar su presencia.

—Cuarto menguante... Eso es esta noche —comentó Pierre, que había estado atento a la conversación mientras acicalaba a su caballo a un par de metros de Mordecai.

—¿Dónde queda Lavia? —preguntó Liam.

—Diez kilómetros al norte de Vikomer —respondió Cormac—. Podemos llegar si partimos ahora mismo y cruzamos Vikomer sin detenernos —se puso de pie, sacudiendo sus pantalones.

—Lavia... —murmuró Liam—. ¿No es ese el lugar que mencionaron los soldados del Puente del Oeste?

—Sí —confirmó Cormac.

—Y si mal no recuerdo, hay un centro de entrenamiento militar allí —comentó Liam.

—Correcto —volvió a confirmar Cormac.

—No me gusta —meneó la cabeza Pierre con preocupación.

—Mordecai —se volvió Cormac hacia el adivinador—. ¿Viste algo más? ¿Soldados? ¿Una emboscada?

—No, lo siento. Solo la caja —respondió Mordecai.

—¿De qué material era la caja? —preguntó Liam.

—Madera —respondió el otro.

—Al menos, el mensajero estará demasiado enfermo para enfrentarnos —dijo Liam—, si es que no está muerto ya.

—Tendremos que manejar esto con mucho cuidado —dijo Cormac.

—Vamos —extendió una mano Pierre a Mordecai para ayudarlo a ponerse de pie.

Liam y Pierre montaron en sus respectivos caballos. Mordecai y Cormac se encaramaron sin demora en la carreta. El grupo partió sin más hacia el norte por la transitada Vía Vertis.

El cruce de la gran ciudad capital de Agrimar fue mucho menos que ágil, lo cual frustró notablemente a Pierre. Liam trataba de calmarlo, tratando de hacerle ver el lado positivo: con tanta gente deambulando por las calles, era improbable que alguien se diera cuenta de que ellos no pertenecían a Agrimar. El incesante bullicio servía también para tapar las susurradas conversaciones entre ellos, haciendo que sus acentos extranjeros fueran imposibles de detectar. Perdidos entre el gentío, el grupo avanzó sin problemas, aunque con exasperante lentitud.

—Tal vez podríamos desviarnos hacia una calle menos atestada —propuso Pierre.

—Eso es mala idea —meneó la cabeza Liam, cabalgando junto a él—. Estaremos a salvo mientras nos mantengamos a plena vista.

Pierre contestó con un gruñido insatisfecho.

—Tenemos tiempo. Llegaremos bien a Lavia —comentó Liam.

—Eso espero —murmuró Pierre entre dientes.

En medio del aglomeramiento, la atención de Liam se vio fugazmente captada por una escena extraña, casi fuera de lugar. Dos hombres trabajaban en un galpón abierto sobre una caldera con forma estrafalaria, con partes metálicas, engranajes y correas unidas a ella. Mientras uno de los hombres alimentaba un potente fuego sobre el cual estaba apoyada la caldera, el otro observaba con atención los engranajes y movía de vez en cuando unas palancas. En un momento determinado, todo el sistema entró en movimiento y los dos hombres rieron con alegría, abrazándose. ¡Guau!, pensó Liam, si eso es lo que creo que es, acabo de presenciar el nacimiento de la revolución industrial en Agrimar.

Liam hubiese dado cualquier cosa por acercarse a aquellos dos hombres y hablar con ellos sobre su importante descubrimiento, pero no había tiempo. Resignado, siguió a los demás, olvidando todo el asunto.

Cruzar la ciudad les tomó el triple de tiempo que el resto del camino hacia Lavia. El humor de Pierre mejoró notablemente cuando dejaron atrás las últimas construcciones de los suburbios de Vikomer. No pasó mucho tiempo antes de que vieran desde lejos las torres fortificadas del centro militar de Lavia.

—Siento como si estuviéramos entrando en la boca del lobo —manifestó Pierre con preocupación.

—No entraremos a Lavia, al menos no hasta que caiga la noche —dijo Cormac.

—¿Qué tal esa colina? —señaló Liam un lugar elevado del lado izquierdo del camino.

—¿Eh? —inquirió Mordecai.

—Necesitamos un lugar elevado para vigilar el camino hacia Lavia —explicó Liam.

—Liam tiene razón —aprobó Pierre—. Podemos ocultar la carreta y los caballos entre los árboles e instalarnos allá arriba. Lo veremos venir desde lejos.

—Mordecai —lo llamó Cormac—, ¿viste el lugar donde estaba la carreta con la caja? ¿Era en el camino? ¿Había algún detalle que nos pueda servir?

—Solo vi la carreta y la caja —meneó la cabeza Mordecai—. Solo sé que el lugar es Lavia, nada más.

—Está bien —asintió Cormac—. Nos manejaremos con el plan de Liam y Pierre, entonces.

Mordecai se quedó abajo a cuidar la carreta y los caballos mientras los demás ascendían la colina. No tenía caso que todos subieran. Pierre trató de convencer a Cormac de que se quedara con Mordecai y descansara su viejo cuerpo, pero el bibliotecario no aceptó. Prefería mil veces hacer el esfuerzo de la ascensión que quedarse a esperar a ciegas entre los árboles, ignorando lo que estaba pasando. Mordecai no tenía ese problema. De hecho, el paso por la pujante Vikomer había revivido en él una idea que había estado tratando de sofocar durante todo el viaje: abandonar al grupo, escabullirse, forjar una nueva identidad y desaparecer en la gran ciudad. Sin duda, con los caballos a su disposición y los demás miembros del grupo lo suficientemente alejados de él en la cima de la colina, esta era su oportunidad perfecta. Huiría en medio de la noche, como un ladrón. La vergonzosa idea no hizo mella en sus bajos estándares morales.

Eligió el caballo de Pierre para su evasión, sin pensar demasiado en lo furioso que estaría su dueño cuando descubriera el robo. Para cuando los demás bajaran a buscar la caja de plomo, Mordecai ya estaría muy lejos y bien oculto en la enorme capital de Agrimar.

El caballo no era suficiente. Necesitaría dinero y provisiones hasta que pudiera establecerse en la ciudad. Mordecai revisó los bultos en la carreta, al costado de la pesada caja de plomo. Descubrió conservas de alimentos, utensilios de cocina básicos y mantas, pero los sacos con dinero no estaban por ninguna parte. Debían haberlos llevado con ellos junto con sus armas. Mordecai resopló con frustración y tomó todo lo hallado, llenando las alforjas del caballo de Pierre.

Mordecai observó la luna en cuarto menguante alta en el cielo. Respiró hondo, asintió para sí, sellando su decisión y desató el caballo del árbol. Fue entonces cuando notó el manto de Pierre colgado de una de las ramas. Era un manto abrigado, y, aunque un poco sucio por el viaje, estaba nuevo y era de buena calidad. Sin dudarlo, lo descolgó de la rama y se lo puso sobre los hombros, atándolo al frente. Su vista se nubló de pronto y una visión repentina e inesperada llegó a su mente: Pierre.

Lo que vio le hizo correr un escalofrío por la espalda. La emboscada que habían planeado para recuperar el Óculo... descubierta... frustrada... Alguien más había previsto este encuentro y había preparado una trampa perfecta para los infiltrados extranjeros de Marakar. Y Pierre... herido...

Mordecai se sacó el manto de Pierre y lo arrojó al suelo, jadeando con los ojos desorbitados. No quería ver más, no podía... Una nueva vida lo esperaba en Vikomer, alejado de la política, de Zoltan, de los conflictos entre los reinos. Sería un tonto si no aprovechaba esta oportunidad. Sería un tonto... pero ¿cómo podría vivir consigo mismo si abandonaba a los demás a un destino catastrófico?

¡Maldición!, gruñó Mordecai internamente, no hay nada peor que un Adivinador con un ataque de conciencia.

Mordecai volvió a atar el caballo al árbol y salió corriendo colina arriba a advertir a sus compañeros del peligro.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora