Parte XI: BAJO SOSPECHA - CAPÍTULO 122

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CAPÍTULO 122

Liderman tiró de las riendas y detuvo los caballos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Calpar, observando la playa interminable y la inmensidad del mar.

—No tengo idea —suspiró el otro—, pero no parece haber posibilidades de conseguir ningún tipo de embarcación en este lugar. La única forma que veo de llegar a Sorventus es nadando.

—¿Qué tan lejos está la isla? —preguntó Orsi.

—No lo sé —dijo Calpar—, pero Franco solo estaba bromeando cuando habló de ir nadando.

—¡Oh! —comprendió Orsi.

Calpar saltó al suelo sobre la gruesa arena, llena de guijarros y restos de conchas marinas. El sol del mediodía calentaba la salada brisa marina y le daba un color verdoso azulado al mar. El horizonte era una fina línea, estática e imperturbable, y el mar parecía infinito sin ningún tipo de tierra a la vista desde la costa. Sí, nadar hasta Sorventus estaba definitivamente fuera de la cuestión. A lo largo de la costa, solo se veían playas desiertas sin fin hacia ambos lados. El Caballero Negro suspiró. Sabía que esta situación sin salida irritaría los ánimos del grupo. ¡Cómo si ya de por sí no fuera trabajoso mantener la armonía! ¿Cómo podían pretender llegar a la paz de todo un mundo cuando ni siquiera un pequeño grupo con los mismos objetivos podía llevarse bien?

Los pasajeros de la parte de atrás de la carreta fueron bajando y se encontraron con el mismo panorama irresoluble. Por varios minutos, nadie dijo nada, como si nadie se atreviera a puntualizar lo obvio. Fue Kalinda la que finalmente habló, tratando de proponer alguna especie de solución:

—Tenemos que intentar en Lestrova.

—Eso será una pérdida de tiempo —meneó la cabeza Liderman.

—¿Qué otra cosa nos queda? ¿Desarmar la carreta y construir una balsa?

—Incluso eso tiene más sentido, incluso ir nadando como piensa Orsi tiene más sentido —levantó las manos Liderman con frustración.

—Estoy segura de que podemos llegar a un arreglo con él —dijo Felisa—. Si no quiere vendernos el velero, tal vez acepte llevarnos por un precio justo.

Todos se volvieron a ella con el ceño fruncido, sin comprender de qué estaba hablando.

—¿Qué? ¿No era esa la idea? ¿Para qué vinimos aquí, entonces? —cuestionó Felisa, sin entender por qué la miraban de esa manera.

—Felisa —intervino Calpar antes de que los demás dijeran algo impropio que encendiera la mecha de una nueva discusión—, burlarte de la situación no ayuda, por favor trata de proponer algo constructivo.

—¡Pues hablar con ese pescador es mucho más constructivo que nadar hasta la isla o fabricar una balsa! —señaló con su brazo hacia el norte en la playa.

—¿Felisa? —entrecerró los ojos Riga, dándose cuenta de que la reina hablaba en serio—. ¿Ves a alguien además de nosotros en esta playa?

—¿Ustedes no lo ven? —se sorprendió Felisa—. ¿No ven el muelle con el pequeño velero y el pescador que está acomodando las sogas a bordo?

Todos se volvieron hacia donde señalaba Felisa.

—No hay nada allí, Felisa —dijo Calpar, despacio.

—¡No lo estoy alucinando! ¡Está ahí! —gritó Felisa, exasperada—. Está a menos de trescientos metros, ¿cómo puede ser que no lo...? —se frenó en seco, caminó unos pasos por la costa y se detuvo. Se sacó el colgante con la obsidiana del cuello y lo apoyó en la arena por un momento. Cuando levantó la vista, el muelle con el velero había desaparecido—. Buen truco —murmuró Felisa, colocándose nuevamente el colgante.

Felisa volvió junto al grupo y anunció:

—Me equivoqué. No es un pescador, es un mago, y uno muy bueno. Ha erigido un escudo de invisibilidad a su alrededor, por eso no pueden verlo. Aparentemente, esta obsidiana anula el efecto —se tocó el colgante.

—¡Un mago! —exclamó Orsi, nervioso—. ¡Uno de los agentes de Stefan! ¡De seguro! ¡Nadar es mejor opción que tratar con él!

—Tranquilízate, Orsi —lo calmó Felisa—. Somos siete contra uno y yo tengo algunos trucos de defensa bajo la manga.

—Si en verdad es un agente de Stefan, su presencia aquí lo señala como cómplice de Ileanrod. Es obvio que este embarcadero secreto fue construido con el objetivo de viajar a Sorventus, de otra forma, no estaría justo en este punto de la costa —opinó Orel.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Kalinda con deferencia a Felisa.

Todos miraron a la Sanadora con cierta sorpresa. Esta era la primera vez que Kalinda preguntaba la opinión de Felisa en vez de imponer directamente su idea.

—Lo confrontaremos, por supuesto —respondió Felisa con decisión—, pero la cautela dicta que lo hagamos de forma indirecta.

—¿Qué propones?

—Desviar su atención.

Felisa explicó su plan. Los demás lo encontraron simple y efectivo. El único con dudas era Orsi, pero Felisa lo convenció de que no tenía nada que temer. Entre todos, decidieron que Calpar sería el señuelo, más que nada porque era el de temperamento más impasible de los del grupo y podría mantener la calma bajo presión.

Con Calpar a la cabeza, el grupo comenzó a caminar despacio por la costa hacia el embarcadero invisible. El mago estaba ocupado en sus cosas y no les prestaba atención, despreocupado y protegido en su capullo de invisibilidad. Cuando estuvieron apenas a diez metros del muelle, Felisa dio la orden de detenerse desde atrás. La reina tomó un guijarro, murmuró un encantamiento sobre él y lo arrojó hacia el muelle. De inmediato, el hechizo se desvaneció y el muelle con el velero se hizo visible de repente frente al grupo. Caminaron unos pasos más y Calpar se adelantó hasta apoyar sus pies en el borde del embarcadero de madera.

—Buenos días, buen señor —sonrió el Caballero Negro.

El mago se sobresaltó visiblemente y clavó una mirada sorprendida en Calpar. Desvió la mirada hacia el grupo que estaba parado unos pasos más atrás, pero Calpar volvió a reclamar su atención antes de que pudiera estudiar los rostros ocultos por capuchas de sus compañeros:

—Mi nombre es Myr —se presentó—. Mis amigos y yo tenemos necesidad de navegar hoy y nos preguntábamos si podemos contratar sus servicios a tal efecto—. La voz de Calpar era suave y educada, digna de un noble de la corte—. Lo recompensaremos muy bien, se lo aseguro.

—Myr... —murmuró el mago como si estuviera buscando en su memoria, como si hubiese escuchado ese nombre antes en conexión con algo importante.

El mago apoyó a un costado del mástil las gruesas sogas que tenía en la mano y saltó hacia el muelle.

—Myr... —volvió a repetir el mago, escrutando cuidadosamente a Calpar.

—Sí, ese es mi nombre —confirmó el otro.

Los ojos del mago se abrieron como platos al comprender a quién tenía enfrente:

—¡El Caballero Negro! ¡No puedo creerlo! —comenzó a reír a carcajadas, ante el desconcierto de Calpar.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora