Parte IV: BAJO INFLUENCIA - CAPÍTULO 59

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CAPÍTULO 59

El cuerpo de Lug temblaba por los espasmos musculares provocados por el veneno y le costaba respirar. El dolor, cuyo foco más agudo era el cuello, por donde había entrado la toxina, dominaba ahora todo su cuerpo y le causaba náuseas. Su corazón latía con una taquicardia feroz y su presión sanguínea estaba por las nubes.

Lug cerró los ojos con fuerza, tratando de concentrarse. Sabía que lo primero que tenía que evitar era el vómito, pues se ahogaría con él al no poder expulsarlo por la boca obstruida. Por suerte, los narcóticos que había recibido junto con el veneno parecían haber menguado su efecto y su mente estaba ahora lo suficientemente despejada como para poder trabajar sobre su cuerpo infectado. Se obligó a respirar más despacio y visualizó un tranquilo lago. Esta vez, pudo sostener la imagen en su mente casi sin problemas. De inmediato, el ritmo cardíaco comenzó a bajar y su estómago se fue tranquilizando. Las náuseas se hicieron más controlables. Se imaginó metiéndose en el lago, y a medida que su cuerpo se sumergía en el agua, el dolor iba desapareciendo junto con los demás síntomas.

Una vez que logró anular las manifestaciones físicas de la ponzoña, dio las órdenes a su cuerpo para que buscara todos los vestigios del veneno y los expulsara. Los poros de su piel se abrieron y comenzó a sudar un líquido amarillento mezclado con agua, que chorreó hacia abajo por sus brazos elevados, por su rostro, por su pecho, empapando su camisa, y por sus muslos, manchando sus pantalones.

Agotado pero libre de contaminación, Lug finalmente levantó la cabeza. Le sorprendió ver que en la celda sin ventanas donde se encontraba, había un hombre vestido con un largo manto azul que lo observaba con atención. La sorpresa se debió más que nada a que no podía percibir sus patrones mentales. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba rodeado por un círculo de cristales con las puntas hacia adentro. Dedujo que los cristales formaban una especie de barrera que le impedía proyectar su habilidad hacia el hombre de azul. Al menos, su habilidad sí parecía funcionar dentro del círculo, de lo contrario, no habría podido sanarse y expulsar el veneno como lo había hecho. Lug se preguntó si sería posible teletransportarse y escapar de aquella cámara de tortura, pero abandonó enseguida la idea de probar cuando vio a una figura que apareció por detrás del hombre de azul: Liam. Esta vez no lo abandonaría, no se iría a ningún lado sin él.

Liam llevaba puesto el tahalí con la espada de Lug y vestía una armadura de cuero negro con tachas plateadas. Su postura era erguida y orgullosa, pero Lug notó que los ojos del muchacho evitaban cuidadosamente cruzarse con los de él. El Señor de la Luz pensó que eso era buena señal: si Liam no podía soportar mirarlo a los ojos después de lo que le había hecho, tal vez quedaba en él la suficiente humanidad como para poder salir del corrupto abismo en el que su torturador lo había arrojado.

Lug trató de llamar a Liam por su nombre, pero la mordaza solo le permitió articular un gemido apagado e incoherente. Maldijo internamente su imposibilidad de comunicarse y se preguntó cuál era el sentido de tenerlo amordazado de esa manera en un lugar en el cual los sonidos o gritos que pudiera proferir no llegarían a perturbar a nadie fuera de la celda. Bueno, tal vez el punto era solo humillarlo y prohibirle cualquier intento de hablar con Liam.

La verdad era que la forma específica en la que Lug había sido contenido, obedecía a más que al simple hecho de querer doblegarlo, degradándolo a un guiñapo babeante hincado ante sus captores. Sus manos habían sido vendadas para que no pudiera invocar hechizos mágicos con gestos de sus dedos. Su boca había sido brutalmente taponada para que no pudiera recitar encantamientos, más que para evitar que hablara con quien alguna vez fuera su amigo y protegido. Y finalmente, y por si acaso el prisionero tenía alguna otra forma desconocida de ejercer su magia, los cristales impedían que cualquier conjuro atravesara la barrera circular que formaban, rebotando hacia el propio cautivo cualquier maleficio con el que intentara atacar a su carcelero.

Con un gruñido de frustración, Lug despegó una de sus rodillas del piso, adelantó la pierna y apoyó su pie con firmeza sobra la roca, luego tiró de las cadenas que restringían sus brazos para impulsarse hacia arriba y se puso de pie con dificultad. Intentó sacarse la molesta mordaza, pero las cadenas estaban demasiado separadas y no pudo alcanzar su cabeza. Lo cierto es que aun si hubiese podido llevarse las manos a la cabeza, el gesto habría sido inútil pues no podía hacer uso de sus dedos. Lo siguiente que hizo fue tratar de patear los cristales para romper la defensa energética que formaban. Tampoco tuvo éxito. Los cristales estaban ubicados fuera de su alcance.

—Admirable —dijo el hombre de azul, sorprendido.

—Le dije que era capaz de bloquear el dolor y sanar su cuerpo si estaba lo suficientemente lúcido —dijo Liam.

—Sí, no debí dudar de tu palabra —admitió el otro.

—Consciente es peligroso —le advirtió Liam.

—Entiendo eso, pero si está inconsciente, no puedo interrogarlo.

Eso es, pensó Lug, sácame esta maldita bola de la boca e interrógame. Dame la oportunidad de hablar con Liam.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora