Parte XVIII: BAJO BUENOS AUGURIOS - CAPÍTULO 160

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CAPÍTULO 160

Mordecai cayó exhausto sobre el césped en la cima de la colina, ahogando un gemido de frustración al descubrir que había llegado tarde. Sus compañeros ya no estaban allí. Aún tirado en el suelo boca abajo, el adivinador se apoyó sobre los codos y levantó la cabeza para escudriñar el camino allá abajo. Reconoció enseguida las siluetas de Liam, Pierre y Cormac plantados en medio del camino. Pierre y Liam llevaban espadas desenvainadas, mientras que Cormac apuntaba con una ballesta cargada al solitario conductor de una carreta que venía desde el norte, desde la frontera con Istruna.

—¡No! ¡No! —se desesperó Mordecai—. ¡Salgan de ahí! —trató de advertirles.

Sus compañeros estaban muy lejos para escuchar sus palabras y Mordecai se dio cuenta de que no podía hacer nada para ayudarlos en el inminente desastre. Pensó en correr colina abajo y ayudar, pero, por lo que había visto en su visión, sabía perfectamente que no había ayuda posible, y menos de un hombre desarmado como él. Tal vez lo mejor era permanecer oculto, intervenir más tarde... Mordecai suspiró, asqueado por su propia cobardía. Su indecisión le hizo perder segundos preciosos, y todo lo que le quedó fue solo ser mudo testigo de la realización de su nefasta visión.

El conductor de la carreta llevaba una lámpara de aceite a su lado para iluminar el camino. En la parte de atrás, llevaba una caja grande cubierta con una lona. Al ver a tres personas armadas en medio del camino, detuvo los caballos. El hombre no parecía estar débil ni enfermo como Liam y Cormac habían predicho.

Mordecai vio a Cormac adelantarse dos pasos con la ballesta apuntada a la cabeza del mensajero. Le dijo unas palabras que el adivinador no pudo discernir. A continuación, el mensajero dejó las riendas a un lado y se puso de pie sobre la carreta, levantando las manos como si se estuviera rindiendo. Las acciones del hombre relajaron la tensión de la situación. Pierre y Liam bajaron sus espadas, pero no las enfundaron. Pierre le dijo algo al conductor de la carreta, acompañando sus palabras con un gesto de su espada. Mordecai adivinó que le estaba pidiendo al hombre que bajara de la carreta.

En vez de obedecer, el mensajero extendió sus brazos hacia los costados, gritó unas órdenes y cerró los ojos. De inmediato, diez soldados salieron de la nada, rodeando al grupo. Cormac disparó la ballesta y la flecha dirigida al mensajero rebotó contra una pared invisible que envolvía la carreta, desviando su curso hacia un costado. Liam se lanzó hacia adelante con la espada en alto. El choque con la misma pared invisible lo hizo caer hacia atrás, noqueándolo. Pierre dio un grito y trató de atacar a uno de los soldados. Dos flechas de los soldados apostados del otro lado detuvieron su ataque, hiriéndolo en el hombro y en una pierna. El Capitán de la Guardia Real de Marakar cayó de rodillas, ahogando un gemido.

El ataque no había durado más de treinta segundos. Cormac arrojó la ballesta al suelo y levantó las manos en rendición.

—De rodillas, junto a los otros dos —le indicó el conductor de la carreta.

Cormac asintió en silencio y obedeció.

—Busquen en los alrededores —dijo el mensajero a los soldados—. Encuentren la caja de plomo. No puedo seguir sosteniendo el campo protector por mucho más.

Cinco de los soldados partieron a investigar, mientras los otros cinco rodeaban a los tres prisioneros con amenazantes ballestas apuntadas a sus cabezas. Para estas alturas, era obvio para todos, incluido Mordecai oculto en la cima de la colina, que el mensajero no solo estaba a cargo, sino que no era un hombre común: el mensajero era un mago.

Liam volvió a la conciencia con un gruñido. Intentó agarrarse la cabeza, solo para descubrir que tenía las manos atadas. Sus dos compañeros estaban en la misma situación, en el suelo, junto a él. Dirigió su mirada al mensajero, que había bajado de la carreta y examinaba con interés la espada de Lug que había caído de la mano de Liam al desmayarse.

—¿Cómo supieron? —inquirió Liam desde el suelo.

—Nuestro Adivinador es mejor que el de ustedes —se encogió de hombros el mensajero—. Por cierto, ¿dónde está él?

Ninguno de los tres cautivos respondió.

—No importa, lo encontraremos —dijo el mensajero con confianza—. Por ahora, con ustedes es suficiente.

—¿Suficiente para qué? —preguntó Liam.

El otro no contestó. Su atención se vio desviada por una carreta que venía desde el sur, conducida por un hombre envuelto en un manto verde oscuro.

—Encontramos la caja —dijo el recién llegado, deteniendo la carreta.

—Bien hecho, Lekmas —respondió el mensajero—. ¿Y el Adivinador?

—Los soldados todavía lo están buscando, Max.

Maxell suspiró. A pesar del desinterés por la ausencia del Adivinador que había mostrado a sus prisioneros, no le gustaban los cabos sueltos.

—¿Quién es usted? ¿Qué pasó con el verdadero mensajero? —preguntó Cormac a Maxell.

—El verdadero mensajero murió antes de reingresar a Agrimar desde Cambria —contestó el mago—. Y, en cuanto a mi identidad, mi nombre es Maxell. Sé que eso no le dice nada, pero no se preocupe, tendremos tiempo para conocernos mejor, y cuando lo hagamos, deseará nunca haberse cruzado en mi camino.

—No sabe lo que hace, no sabe lo que contiene esa caja —intentó advertirle Liam.

—Continuaremos esta conversación después —dijo Maxell—. ¡Llévenselos! —ordenó a los soldados.

—Al menos, podría tener la decencia de atender las heridas de mi amigo —le reprochó Cormac, señalando a Pierre, que hacía un esfuerzo sobrehumano para soportar el dolor de las flechas todavía clavadas en su cuerpo.

—"Decencia" es una palabra incongruente en su boca, señor —le retrucó Maxell.

Oculto en la cima de la colina, Mordecai se mordió el labio inferior en silencio mientras observaba con impotente mirada cómo sus compañeros eran cargados en una de las carretas y llevados al ominoso fuerte militar de Lavia.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora