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Podría haberse ido a casa después de aquel agotador turno, pero tenía como objetivo recuperar su coche de secreta. Él ya sabía que le importaba más bien poco aquel vehículo, pero tal vez de una vez podría zanjar el tema con aquel federal que parecía rehuir de la conversación pendiente. No le juzgaba, sabía porqué lo hacía, él también tenía aquella actitud al principio, pero no quería dejar ir el poco pasado que le quedaba. Habían sido muchos años solo, en una cama tumbado e inconsciente. No conocía el paradero de Conway, y lo último que sabía de Michelle es que luego de reencontrarse en las Bahamas, tuvo que irse a hacer algo más, que cómo no, no le explicó.

Baja del patrulla después de dejarlo en un sitio cerca de la puerta principal. No sería problema dejarlo allí para llevarse el de secreta, pues ya había muchos. Camina sin prisas, pensando en qué decir. Solía pensar las cosas mucho aunque luego solo abriese la boca pocas veces.

Se monta en el ascensor, ni siquiera sabía si iba a estar, pero probaría. La campana suena y sale, andando hacia su despacho. Suspira cuando lo ve sobándose la cabeza y escribiendo en una carpeta de papel de cartón. Da dos toques a la puerta de cristal, lo que hace que levante la vista.

—Comisario—habla, cerrando los informes y mirándole aún sentando.

El nombrado entra y cierra la puerta entreabierta.

—Venía a por el coche de secreta que se llevó esta tarde—se cruza de brazos.

Horacio resopla.

—Cómo no—susurra para sí mismo, pero Volkov le escucha.

—¿Perdone? —Interroga.

Este no contesta y sigue escribiendo en las hojas, ignorándole ahora. Viktor se percata de cómo alarga la mano y toma una galleta de una caja, las mismas que comió ayer.

—Horacio, ya sé que tiene cosas que hacer. Terminaríamos antes si me da las llaves—vuelve a suspirar.

—Están puestas en el coche, puede irse cuando quiera, comisario—dice entonces, levantando la vista.

De nuevo el agente federal siente unas incansables ganas de observarle. No sabía qué le estaba pasando últimamente, pero no le gustaba ni un pelo. Quiere golpearse a sí mismo cuando siente de nuevo el calor inundar su rostro. Estaba buscándole una explicación lógica, pero no la encontraba.

El ruso lo nota y frunce el ceño, da un paso hacia delante.

—¿Está usted bien? —Tenía una expresión enfadada, y a la vez sus mejillas se tornaban carmesí.

—Puede irse, comisario—repite, bajando la mirada de nuevo a los informes.

Pero Volkov no había venido solo a recuperar el coche, y Pérez podía imaginárselo, pues no se movía del sitio.

—Le doy una galleta si me deja seguir haciendo mi trabajo—medio bromea, enarcando una ceja en su dirección.

—¿Una galleta?

«¿Ahora soy un perro?», se cuestiona el jefe de policía.

—Pruebe una. Están deliciosas—le da un toque al paquete de dulces que aún no se había acabado.

Viktor se encoge de hombros. Tenía hambre, debí ir a cenar. Y casi nunca rechazaba comida. Así que, acepta y se inclina para coger una galleta en forma de corazón y con chispas de chocolate. Tenía buena pinta.

—¿No es un poco tarde para San Valentín? —Pregunta, luego dándole un mordisco.

En efecto, lo que dice el federal es cierto. Pocas veces había probado unas tan sabrosas. Baja la mirada hacia el contrario, que le observa expectante. Entonces, aquella posición le incomoda repentinamente, y la manera en la que le mira también. No hablo caído en ello, pero ahora sí lo hacía.

—¿Qué? ¿A que están buenas? —Había dejado a un lado las ganas de echarle de su despacho para ahora fijarse en cómo el ruso disfrutaba de la galleta.

Mastica sin apartarle los ojos de encima, sintiendo su corazón acelerarse sin motivo alguno. Entonces, cuando traga, se aventura a preguntar.

—Sí, ¿pero no están muy dulces? —Frunce el ceño.

Que su ritmo cardíaco aumentase no era una buena señal, aunque no era médico.

—Si le soy sincero, a mí tampoco me sentaron muy bien. Pero están deliciosas—se encoge de hombros, levantándose de la silla.

Ambos se miraban.

—¿Dónde las compró? —Tal vez iría él a por más.

—A un vendedor ambulante en el polígono de la farmacia del centro—informa—, pero no creo que esté aún.

Saca un papel de uno de los cajones y se lo tiende.

—Recogí esto del suelo, pero no sé qué idioma es.

Viktor lo toma con su mano libre y le echa un vistazo. Frunce el ceño.

—Es latín, ¿qué clase de vendedor era? El latín ya no se usa—le mira, pero la aparta de nuevo.

—No sé, luego desapareció. Era muy raro, pero no quise juzgar.

Entonces ahora sí le mira de pleno.

—¿Compró galletas a un desconocido extraño? —Parecía que estaba echándole la bronca a un niño de cinco años—¿Y si llevan droga o algo peor, Horacio?

Suelta el dulce sobre la mesa, frunciéndole el ceño.

—¿Cómo iba a venderle droga a un federal? —Contraataca, cruzándose de brazos al otro lado del escritorio.

Volkov bufa, volviendo a leer el papel.

—Aquí hay una dirección—señala.

—Me dijo que no era de la ciudad.

—Pues esto es aquí—reconocía la calle.

—Bueno—rodea el escritorio y le quita el papel—, puede irse, el FBI se encarga.

Entonces, el comisario clava sus ojos en los del contrario, y nota la poca distancia que ha quedado entre ellos. Da un pequeño paso hacia atrás, nervioso sin razón aparente. Pero aparece ser que no es el único que lo nota, porque de nuevo Horacio se coloca la máscara para cubrir su rostro sonrojado. Debía parar aquello, pero no sabía cómo.

—Le acompaño, yo también comí—se aclara la garganta.

El de cresta suspira.

—De acuerdo.

Galletas de amor. |AU Volkacio|Where stories live. Discover now