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Entreabre los ojos aún adormecido. Frunce el ceño, se gira y vuelve a cerrarlos, acomodándose entre las sábanas. No sabía qué hora era, pero no pasaría nada por llegar un poco tarde a trabajar hoy. Además, ayer salió con Kovacs, y bebió. Aún así quería entrar de servicio aunque fuese en el turno de tarde.

Espera. «Ayer salí con Kovacs. Bebí mucho whisky», recuerda. Entonces, segundos después abre los ojos de golpe, como si de un aviso de bomba se tratara. Mira a su alrededor, y luego se sienta sobre la cama. «Mierda», se pone de pie rápidamente, sintiendo al instante un enorme mareo inundarle. Se soba la cabeza, un punzante dolor se instala en ella. Se toma unos segundos hasta que se recupera a medias, y se queda en blanco pensando en qué hacer. Entonces mira hacia abajo, y se sorprende al encontrar que no lleva la camisa que se puso anoche. La ve tirada a los pies de la cama, y llega a la conclusión que debió de quitársela en algún momento de la noche. De hecho, sentía su piel transpirar por la alta calefacción.

Agarra su ropa y sin colocársela se dirige a una puerta cerrada, que supone que es el cuarto del baño. Acierta. Con prisa, pues quería salir de allí lo antes posible, abre el grifo del lavabo. Pone sus manos en forma de cuenco y las llena de agua helada. Se echa hacia delante y se empapa la cara con ella. Con el resto, se las pasa por los hombros, ocasionando que pequeñas gotas caigan de ahí, mojando de igual manera su espalda y torso. Da un enorme suspiro, sintiéndose refrescado.

—Joder—susurra alguien a sus espaldas, asustándole.

Se gira rápidamente, encontrándose con lo que temía. Horacio permanece de pie, con la boca entreabierta y las cejas alzadas. Su vista desciende de su rostro a su abdomen desnudo, sin tapujos al hacerlo. Viktor agarra su camisa al instante, sus mejillas empezaban a quemar, y no sabía si era por la sorpresa o por el "efecto" de esas galletas. Aunque esto último ya le había quedado claro que solo era una ilusión, y no era estúpido como para seguir creyendo que lo que sentía era producto de un dulce barato. Pero no podía decirlo en voz alta, pues la última vez que lo intentando se llevó un respuesta que no era de su especial agrado.

—¿Qué haces aquí? —Pregunta después de aclararse la garganta.

El federal ahora mira a otro lado que no sea él, mientras de reojo se percata de cómo se coloca la camisa de nuevo. El ruso, por otra parte, no sabe que contestar. Estaba avergonzado. Y peor aún, ni siquiera sabía qué pensamiento le había llevado a decirle a Kovacs que le trajese allí. Su memoria esta confusa, pero aún recordaba algo.

—¿Qué hora es? —Dependiendo de aquello podía inventar una excusa u otra.

—¿No he sido yo quien ha preguntado primero? —Se cruza de brazos, aún sin observarle directamente.

Volkov ajusta el tercer botón y frunce el ceño.

—¿No es la sede un lugar accesible para la policía?

Ya no sabía ni qué decir.

—Sí, lo es, pero el dormitorio no.

—Solo estoy en el baño.

—Sí, en el baño del dormitorio—vuelve a remarcarlo.

Finalmente le mira desde la puerta, ya más tranquilo por verle vestido. La sorpresa de verle de espaldas, con gotas cayendo y sin camiseta, había sido de todo menos desagradable. Y su subconsciente lo sabía, pues se había encargado de inspeccionarlo de arriba a abajo antes de determinar que ya era suficiente para su sistema nervioso. No era de acero, y aún menos frente a una escena así.

—¿Qué hora es? —Insiste en saberla.

Horacio frunce el ceño y deshace sus brazos cruzados. Bufando, saca el móvil del bolsillo de sus pantalones y mira la hora.

—Las ocho menos veinte—dice de mala manera.

El comisario maldice internamente, con esa hora no podría poner ninguna excusa creíble, ni siquiera había comenzado el turno de mañana.

—Ahora que ya sabes la hora, ¿vas a decirme de una vez qué haces aquí o vas a seguir dándome largas? —Odiaba que hicieran eso, y por alguna razón ese odio se incrementaba si era Volkov quien se lo hacía.

Pero, enseguida dice lo último, su teléfono vibra y mira quién es extrañado.

—Los comisarios estáis hoy insoportables, eh—se queja en voz alta antes de descolgar.

Viktor, antes de ofenderse por ello, cae en cuenta en lo que ha querido decir y cierra los ojos con fuerza.

—No, no estoy con él—habla, echándole un rápido vistazo al ruso.

Este se masajea el puente de la nariz, esperando a que termine la llamada para asegurarse de que Kovacs no se ha ido de la lengua.

—Vale, en un rato estoy allí.

Cuelga y mira con una ceja alzada al contrario, que también le mira de vuelta.

—Así que aquí es donde quieres venir cando estás borracho, ¿eh? —No podía tomárselo en serio, esa información era demasiado.

Volkov le observa esbozar una sonrisa de lado, y maldice al segundo comisario por irse de la lengua.

—Supongo que la cama deshecha y los zapatos tirados en el suelo son tuyos—sigue burlándose.

No se había dado cuenta de lo último, pero era cierto, iba descalzo.

—¿Qué tal tu resaca, comisario? —Se mofa.

—Deje sus burlas para otro momento, Horacio—se pone recto, dispuesto a irse de allí lo antes posible.

Da un paso hacia delante, acortando más de media distancia, y una punzada ataca a su cabeza de nuevo. Inconscientemente lleva la mano a su frente y tuerce la mueca. Hacia mucho tiempo que no bebía, y whisky aún menos. Pérez, asustado por ese último movimiento, da un pequeño paso hacia delante, frunciendo el ceño.

—Parece que no la llevas muy bien—ríe en bajo.

Viktor suspira, y abre los ojos de nuevo. Enfoca la mirada en él, que ahora está más cerca.

—Tal vez deberías cogerte el día libre—sugiere el de cresta.

Vuelve a suspirar.

—No.

Eso significaría más tiempo para pensar, y no quería eso.

—Tus ojeras te delatan—enarca una ceja en su dirección, también mirándole directo a los ojos.

—No me importa—da otro pequeño paso para salir de allí, pero el federal no se mueve.

—No has dormido nada, comisario.

—Estoy acostumbrado. ¿Puede hacerse a un lado? Tengo que irme.

—¿Por qué tanta prisa? —Aún así se quita de la entrada.

Volkov sale, y otra punzada le ataca. Todo estaba juntándose para estropear su mañana. Frunce el ceño y sigue avanzando a pesar del dolor. Se dirige al lugar donde están sus zapatos y se los intenta poner de pie. Pero pierde el equilibrio. Rápidamente, Horacio, previendo eso, le sujeta desde atrás antes de que caiga.

—¿Estás mareado? —Había dejado sus burlas a un lado, el de pelo plateado parecía más pálido que de costumbre.

—No, solo necesito una aspirina—se agacha, librándose del tacto del federal, y termina de colocarse el calzado.

Luego vuelve a ponerse de pie y toma su abrigo y pertenencias para irse. Se detiene unos segundos, había hecho todo eso demasiado rápido, su cabeza daba vueltas. Sí, definitivamente iba a tomar el turno de tarde, ahora sólo quería dormir un poco más.

—Eh, cuidado—silba el contrario al verle tambalear—. Pero, ¿por qué tanta prisa? Ve con calma, estás de resaca.

El ruso toma un respiro, dispuesto a irse.

—No quiero confundirme más, es mejor que me vaya ya. Hágame caso—finaliza, antes de volver a librarse de su contacto y salir de aquellos dormitorios.

Horacio, en cambio, se queda estático, confundido por esas repentinas palabras. Suspira y niega con la cabeza. Después de todo, no es de su incumbencia cómo se encuentre él. O, al menos, así se supone que debería ser.

Galletas de amor. |AU Volkacio|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora