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Sale del patrulla y no pierde tiempo en caminar hacia aquella plaza escondida. Mira alrededor mientras avanza, llegando por fin a la puerta de la tienda. Esta vez se encuentra abierta, así que ni siquiera llama, solo entra y sube el pequeño tramo de escaleras. Un fuerte olor a lavanda y tomillo inunda sus fosas nasales cuando pone un pie arriba. Busca a la mujer con la mirada, hasta que le encuentra tras el mostrador atendiendo a un anciano.

—Eso sería todo—finaliza, metiendo dos botes de cristal en una bolsa de papel marrón y tendiéndosela al cliente.

Este paga en silencio, tomando su compra y retirándose del lugar luego de saludar al comisario de la ciudad. Prácticamente todo el mundo le conocía.

—¿Qué le trae de vuelta, comisario? —Interroga la mujer una vez están solos.

Este da un par de pasos hacia delante, abajando la cabeza para mirarle bien.

—¿Sabe cuando estará de vuelta su marido?

—¿Max? Falta mucho para que vuelva, ahora está en Europa.

—Entiendo—suspira.

—Creí que no creía lo de las galletas—baja del taburete donde está subida y rodea el mostrador, yendo a una de las estanterías.

—No, no lo hago. Pero si fuera cierto, el efecto habría desaparecido al día de ingerir el dulce—comenta, serio.

—¿Y no lo ha hecho? —Agarra un bote del estante de arriba, y luego baja las escaleras de madera auxiliares.

Viktor bufa.

—Eso creo.

No tenía la situación bajo control, y eso le enfadaba.

—¿Y el federal? —Vuelve a ir tras la barra.

—Dice que ya no tiene ningún efecto sobre él.

Y ese hecho le cabreaba aún más.

—Bueno—la señora se encoge de hombros—, tal vez su efecto también se haya pasado, comisario.

—Pero...

Le interrumpe.

—Lo que cambia es que puede que al ingerir las galletas de mi marido, usted se dio cuenta de sus verdaderos sentimientos sobre el agente. Mientras que él, sí ya no siente nada, seguramente es porque sea así desde el principio.

El rostro de Volkov se descoloca.

—¿Qué? Se está equivocando, señora.

—Puede ser—se encoge de hombros mientras muele unas hierbas secas—. Yo solo me baso en lo que usted me ha dicho, no me invento nada. Son suposiciones, comisario. Puede estar tranquilo.

La mirada que le echa le hace quedarse en silencio, sopesando sus palabras sin quererlo.

—Pero bueno—habla en voz alta—, si el tema de las galletas le pareció un cuento de hadas, seguro que vio en alguna película cómo se rompen los hechizos de amor.

Con eso, baja del taburete y con la mezcla en la mano, la mete en una pequeña bolsa y se la tiende al ruso.

—Tome, para el dolor de cabeza.

[...]

—Comisario—alguien entra a su despacho.

Era tarde, pero como siempre, trabajaba horas extras, aunque fuese sólo haciendo papeleo.

—El FBI está aquí—aquel aviso le hace levantar la mirada de la montaña de informes.

—¿Para qué? —Interroga frunciendo el ceño.

—No me lo ha dicho, pero dice que quiere hablar con usted—informa.

Volkov se quita las gafas de leer y las deja encima del escritorio, masajeándose el puente de la nariz.

—Está bien, retírese y dile que pase—accede, echándose atrás en su silla.

El cadete asiente y cierra tras hacerlo. Viktor, mientras, mantiene sus ojos cerrados. No sabía qué hora era, pero era muy tarde para que el federal estuviera de servicio. La puerta vuelve a abrirse y cerrarse, y eso es aviso suficiente para que el ruso abra los ojos. Frente a él, Horacio está de brazos cruzados, imponente. Tiene puede la máscara que habituaba usar, pero se podía ver su ceño fruncido y las ojeras adornando bajo sus ojos.

—¿Va a explicarme por qué ha convocado a la LSSD mañana?

—A usted no le afecta, así que no debo hacerlo—contesta en cambio, apoyando sus manos en el escritorio y levantándose.

Traía las mangas de su camisa arremangadas hasta los codos, ocasionando que sus músculos se tensaran al hacer eso. Y, para la desgracia del de cresta, no había podido evitar observar aquel lugar, aumentando así su enfado sin sentido.

—Claro que me afecta. Es sobre mi investigación.

—Se equivoca, es mía y de Kovacs—ahora es él quien se cruza de brazos.

—Cuando me incluyeron en la infiltración pasó a ser mía también, comisario—contraataca.

Este suspira.

—Puede irse de ella, si eso es lo que le preocupa—se encoge de hombros.

—¿Qué?

—Lo que escucha, H. Vamos a parar las infiltraciones, no están dando resultados.

—¿Perdón? —Ríe sarcástico, dando un paso hacia delante.

Entonces, Volkov rodea su escritorio y se apoya en este a la vuelta, estando ahora en frente del más joven.

—Vamos a preparar una operación para detenerles directamente, no necesitamos más infiltraciones—informa.

—Soy más que solo una infiltración—estaba molesto, podía notarse en su voz.

—Lo sé, pero quién se encarga del norte son los sheriffs, no usted.

Pérez bufa sin gracia.

—Esto ya es lo último que me quedaba por escuchar—se gira para irse.

—¿Esto es a lo que ha venido? ¿A preguntar algo que ya sabía? —Pregunta el ruso al mismo tiempo en el que el de cresta sitúa su mano en el pomo de la puerta.

Horacio se queda quieto, a espaldas del contrario. Estaba molesto, pero era por un cúmulo de razones.

—Ha ido de nuevo a la herbolaria, ¿verdad?

Aquella cuestión le descoloca.

—Vi su patrulla cuando pasaba por la zona—ahora le mira por encima del hombro.

—¿Y qué?

Frunce el ceño.

—¿Por qué fue de nuevo si me dijo que ya no tenía efecto?

Galletas de amor. |AU Volkacio|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora