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—Vale, no hay problema—dice Kovacs al otro lado de la línea.

—De acuerdo, gracias—asiente Horacio, aunque no le pueda ver.

—¿Vas a volver al patrullaje? —Interroga.

—No, creo que voy a salirme de servicio por hoy—se rasca la nuca.

Se encontraba fuera del departamento, en el pasillo.

—Oh, vale. Entonces hasta mañana, H. Buen servicio.

—Igualmente Kovacs.

Finaliza la llamada. Mira al techo, apoyado en la pared. Toma un respiro antes de ponerse recto e ir de nuevo a la puerta del piso del ruso. Empuja, pues no la había bloqueado al salir. Cruza la entrada después de cerrar detrás de él, y pronto llega a la cocina. Le ve al instante, sentando en él mismo sitio donde él había estado anteriormente.

—Ya está—informa.

—¿Le has dicho que estoy enfermo? —Cuestiona levantando la cabeza para mirarle directamente.

—Claro, así podrás tomarte unos días libres hasta que te mejores—se encoge de hombros.

El otro frunce el ceño.

—Mañana ya estaré bien.

—No te fuerces demasiado, Volkov. Unos días libres no le vienen mal a nadie—se cruza de brazos, apoyando su costado en el marco de un lado, sin entrar a la cocina y guardando las distancias.

—No quiero días libres—no daba su brazo a torcer, ocasionando que Horacio resople molesto.

—Me da igual.

Esa situación no tenía sentido para ninguno de los dos. Se quedan en un silencio incómodo, hasta que el de cresta decide que ya es hora de irse. Se pone recto.

—Bueno, pues ya me voy—se acomoda su uniforme, antes de mirarle de nuevo.

—De acuerdo—se levanta del taburete, también devolviéndole la mirada.

De nuevo el ambiente tenso les cubre. Ambos se sumergen en la presencia del otro, queriendo decir algo más pero sin atreverse a hacerlo. Finalmente, Horacio se saca la mano del bolsillo de la chaqueta del uniforme y con un simple gesto de despedida, se gira con prisa y camina hasta la salida.


[...]



Aparca en la calle, mirando la puerta de la herbolaria. Ya estaba anocheciendo. Al final, sí había estado más tiempo de servicio, pero ya había sido suficiente por hoy. Ni siquiera había patrullado, solo estaba arreglando unos papeles en comisaría, en el despacho de Kovacs. Antes de volver a la sede y de ahí a casa, tras cavilarlo mucho, había decidido pasarse por la herbolaria. Su razón principal era ir a comprar remedios para el dolor de cabeza, como aquellos que encontró en el despacho de Volkov aquel día. Pero en su interior sabía que solo se trataba de una mera excusa, pues también tenía pensado mirar infusiones para la fiebre. Y él mismo no era quien la tenía.

Suspira, pasándose la mano por el rostro antes de buscar en su chaqueta la mascarilla negra que usaba como cubre-bocas. Frunce el ceño, y mira a esa dirección, extrañado de no encontrarla. Busca en el otro, pero tampoco hay resultado. Procede hacer lo mismo con los del pantalón, pero sigue sin haber resultado. Mira en los asientos del coche, incluso debajo del suyo. No hay rastro de ella. Rememora sus pasos, recordando que se la quitó en casa de Volkov, y que después no volvió a ponérsela, ni siquiera en comisaría. Finalmente, llega a la conclusión de que seguramente se haya caído en algún lugar. Suspira de nuevo, no podía salir así.

Mira la puerta de la herbolaria y resopla. «Tal vez sea una señal para no ir a comprar», piensa. Se queda unos minutos perdido en sus pensamientos, hasta que relaja los hombros y decide arrancar el motor. Pero ve a alguien de reojo moviéndose en dirección a la pequeña farmacia. No cabe en su asombro cuando ve salir de allí a quien reconoce como el vendedor de las galletas.

Galletas de amor. |AU Volkacio|Where stories live. Discover now