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Carraspea la garganta y enciende el motor.

—Déjeme en comisaría—indica el comisario, incómodo en su lugar.

—¿Y el coche de secreta?

Volkov se masajea las sienes mientras el federal conduce fuera de allí.

—Es cierto.

Con eso, Horacio maneja hacia la sede del FBI, en completo silencio. Nota al ruso incómodo, callado y quieto.

—¿Qué, comisario? ¿Se ha creído lo de las galletas de amor? —Ríe el de cresta.

Él sí lo había hecho, nunca dudaba de algo que lo conocía hasta experimentarlo. Y tenía sentido, pues aquella sensación extraña había aparecido justo cuando mordió la primera galleta. No era lógico, pero no le quedaba otra que creérselo. Aún así, sentía que debía fingir delante de Viktor, porque si no lo hacía debía aceptar que de nuevo sentía aquello que creía que había dejado atrás.

—No—niega, seco, mirando por la ventana.

Pero sí que sentía aquel nerviosismo que antes no, al menos nunca había sido tan intenso.

—Igualmente, en un día ya no habrá rastro de cualquier efecto, lo haya o no. Para entonces nuestro cuerpo habrá expulsado las toxinas de esas galletas, si es que llevaban alguna.

Horacio se queda en silencio, sopesando las palabras del mayor. Tenía razón.

Asiente con la cabeza sin emitir palabra, y acelera. El trayecto se pasa rápido, y por suerte llegan a la sede. Pérez aparca el coche y sale de él. Ni siquiera lo cierra, de igual manera nadie iba a esa dirección.

—Horacio—llama Volkov cuando este ya ha avanzado unos cuantos metros hacia el edificio.

—Las llaves están puestas—repite sin voltearse, llegando a la puerta y entrando, dejándolo allí fuera.

Pero eso no era lo que quería decirle.


[...]


Suspira saliendo del vehículo. Llevaba cuatro días sin patrullar de FBI. A pesar de eso, seguía trabajando infiltrado.

—¿Quién es el siguiente? —Interroga la mecánica saliendo del taller, echando un vistazo a su alrededor.

—Yo—contesta un chico, señalando su moto.

Horacio se apoya en su coche negro, sacando el móvil del bolsillo. Le envía un mensaje rápido a Ebaristo, esperando su respuesta. Pero la pelea que se ha formado en su frente le entretiene.

—Yo he venido antes—le da un empujón al de pelo largo.

—¿Qué dices? —Se lo devuelve el de la moto.

Y, pronto, los mecánicos no pueden parar la confrontación, y al agente infiltrado tampoco le apetece hacerlo. La gente que espera por su reparación también permanece de público. Pero las sirenas no tardan en soñar, anunciando la llegada de la policía antes de que alguno quede inconsciente por los golpes. Horacio sigue apoyado, de brazos cruzados y una media sonrisa bajo aquella máscara oscura que tapaba su rostro. Observa cómo la llegada de dos patrullas ocasiona que la mayoría se vaya del taller, pero él no. Sin embargo, hay alguien que le hace descruzar los brazos y apartar los ojos de los que aún luchan.

Tan solo ve su cabello, peor es suficiente para que se ponga recto. Lo menos que quería ahora era afrontar al comisario, no le apetecía comprobar si la supuesta galleta de amor seguía o no haciendo efecto. Así que, saca de nuevo su móvil y contesta al mensaje de Ebaristo.

H: «Cambiamos de sitio, acaba de venir la policía al taller. Te veo en el norte.»

E: «Vale, voy a por Dakota y me mandas ubi»

No responde, solo alza de nuevo la vista. Podía ver cómo habían reducido a los dos y les metían en un mismo patrulla, aunque seguían insultándose como podían.

—¿Alguien más a parte de usted ha visto cómo ha empezado la pelea? —Reconoce la voz y el acento.

Le quita el seguro a su coche y pone una mano en la puerta, dispuesto a irse y dejar el cambio de neones para otro momento.

—Caballero—escucha.

Se queda quieto y respira hondo sin darse la vuelta.

—La mecánica me ha dicho que usted vio el comienzo de la pelea porque estaba delante. ¿Tiene tiempo para contestarme unas preguntas?

Sí, sí lo tenía. Pero no quería perderlo.

—Tengo prisa, lo siento. Con la declaración de esa mecánica le bastará, es una simple pelea—abre la puerta del auto, dispuesto a montarse e irse.

—Van a ser cinco minutos.

—Tengo prisa—repite.

Y, cuando por fin va a sentarse en el piloto, una mano envuelve su brazo.

—¿Intenta huir de algo? Solo necesito que conteste a unas preguntas—insiste.

Cansado, Horacio se deshace de su agarre de un tirón, y antes de que el comisario de el siguiente paso, se gira para encararlo. La máscara podía taparle media cara, pero Volkov podía reconocer esos ojos casi a la perfección.

—Como ya he dicho—enarca una ceja—, tengo prisa.

Finaliza ahí la conversación, volteándose de vuelta para irse de una buena vez. Pero lo que no preveía era que el jefe de la policía le pusiera contra el coche, le colocara unas esposas, y le arrastrase hasta la vuelta del taller, solos.

Definitivamente, el efecto de la galleta no había pasado.

Galletas de amor. |AU Volkacio|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora