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Horacio es quien va al volante, siguiendo las instrucciones de Volkov sobre el paradero de aquella dirección. Van en silencio, cada uno a lo suyo. O, mejor dicho, evitando al contrario. No tardan en llegar, y el federal se da cuenta de que es casi en el centro. Frunce el ceño y sale del coche.

—Se supone que es aquí—habla el comisario, imitándole aún sosteniendo el papel en la mano.

—Aquí solo hay edificios residenciales—bufa el de cresta, subiendo la vista.

Entonces, una chica sale del que tienen a su derecha, y esta se percata de la presencia de ambos agentes.

—Hola—saluda Pérez, yendo en su dirección—, perdone, ¿conoce alguna tienda de dulces cerca de aquí?

—¿De dulces? No, no hay ninguna que yo conozca—contesta sin preguntar nada más.

—¿Está segura? —Interroga ahora el ruso.

—Conozco bien la zona, no hay ninguna, agentes—se encoge de hombros, atendiendo segundos después a su teléfono—. Tengo que irme, tengan buen servicio. Adiós.

Y con eso se marcha en su moto. El del FBI suspira, era inútil seguir un cartel que ni siquiera estaba en su idioma. Incluso no sabía si aquello era del vendedor, solo lo encontró en la posición donde estaba.

—Bueno, enviaré las galletas al laboratorio, si llevan alguna sustancia ilegal o extraña lo sabrán—se rinde, volteándose para montarse nuevo en el coche.

Era tarde, y lo último que quería aguantar era una velada con Volkov.

—Espere—llama Viktor en su lugar.

Horacio mira en esa dirección, y ve unas escaleras que llevan a una plaza escondida. Conduce su mano a la pistola de su cinturilla y se adelanta, ahora teniendo al jefe de policía siguiéndole desde atrás. Llegan a esta, y comprueban que es normal. Excepto por una puerta, que parece distintas a las normales. Y, sobretodo, por el cartel de "Cerrado" colgado en ella, a pesar de que no hay ventanas ni escaparates.

—Espere, no podemos ir solos. Tenemos que pedir refuerzos—habla el de pelo plateado.

Pero el director del FBI no le hace caso y avanza hacia ella. Comprueba si está abierta, pero no hay suerte. Entonces, pulsa el timbre de un lado, que llevaba un micrófono incorporado, y también intuía que había alguna cámara cerca. Horacio se sorprende cuando alguien abre la puerta desde dentro, creía que no iba a haber nadie.

—Joder—susurra el ruso cuando ve al federal entrar con el arma en la mano.

El más joven sube las escaleras que tiene en frente, hasta que llega a otra puerta. Esta parece de corredera, esas que en realidad nunca se cierran y son en ambos sentidos. La empuja, mirando el interior. Era una tienda, una iluminada solo por luz artificial, pues ya era de noche. Veía un montón de estanterías llanas de botes de cristal con etiquetas, otras con hierbas, y otras con artilugios que ni siquiera sabía qué eran.

«¿Es un laboratorio de metanfetamina?», se cuestiona al percibir el fuerte olor proveniente de una segunda habitación tras el mostrador. Intentando hacer el menor ruido posible, mira hacia atrás para observar cómo Volkov inspecciona lo que antes miraba él. Avanza con cuidado hacia aquella sala paralela, tenso. Si le habían abierto la puerta es que había alguien, y tal vez ese alguien pensase que era un cliente.

—Buenas noches, agentes—aquel saludo hace que el de cresta pegue un pequeño grito por el susto.

Una pequeña mujer, realmente baja, sale de esa habitación limpiándose las manos con un trapo, y trayendo una sonrisa en el rostro consigo. Pérez no sabe qué hacer, así que baja el arma.

—¿Ocurre algo? Vienen muy a la defensiva—ríe entonces, rodeando al enmascarado y yendo a colocar unos botes en una estantería cercana, completamente tranquila y relajada.

Horacio busca la mirada del comisario, que también lo hace no sabiendo cómo proceder.

—¿Qué es todo esto? —Interroga por fin el del FBI.

—Están en una herbolaria, ¿qué si no? —Termina lo que hace y se gira para mirar al más bajo.

—¿Medicinal? —Pregunta de nuevo, confuso.

—Sí, en su mayor parte—se encoge de hombros, ahora yendo donde está Volkov.

—¿Es de aquí este cartel? —Se lo muestra y la mujer lo toma.

—Sí, así es. ¿Qué pasa?

—¿Tiene como compañero a un hombre bajo, con bigote francés, pelirrojo y de mediana edad, más o menos? —No recordaba mucho su aspecto, era de noche y la iluminación no muy buena.

—¿Max? —Bufa—Sí, es mi marido.

—Me vendió estas galletas—saca una bolsa de plástico donde había metido una, y se la tiende.

Ella se acerca y la toma.

—¿Se intoxicó al comerlas o algo? —Interroga, inspeccionándolas.

—Algo así—traga y le echa una rápida mirada al ruso, que está distraído viendo los botes de las estanterías.

—Mucha gente reconoce nuestra profesión como hechiceros, pero eso es una tontería—le devuelve el dulce—. Max suele viajar mucho, pero esta es la ciudad donde trabaja, aunque no está mucho por aquí. Esas galletas que te vendió fueron un encargo de hace unos meses, y parece que volvió a hacer la receta. Son galletas de amor, la gente que las ha comido han dicho que se han enamorado de la persona que tenían en frente.

Ahora los dos hombres le ponen atención, inquietos.

—Esto no es del todo cierto—sigue—. Como ya he dicho, no son galletas mágicas. No sé qué receta habrá usado Max, seguramente una con hierbas potenciadoras, no lo sé. Hace mucho que mi marido no comparte sus mezclas conmigo—suspira cansada.

Toma asiento en un taburete algo.

—Pero que no sean mágicas como en los cuentos de hadas no significa que no tengan efectos de unión. Las hierbas tienen diversos poderes, y se manifiestan de muchas formas según las mezcles con los ingredientes idóneos.

Mira a los dos hombres, que a su vez pensaban en diversas cosas relacionada con aquello.

—Le dije que no hiciera otra vez esa receta, pero parece que no me ha hecho caso—finaliza.

—¿Galletas de amor? —Pregunta Horacio para sí mismo.

—Eso no existe—niega entonces Volkov.

—Créaselo si quiere, comisario—responde la señora, bajando del taburete y yendo tras el mostrador—. No tengo necesidad de mentirle.

Galletas de amor. |AU Volkacio|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora