24. Inocencia perdida

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«Puedo verlo en tu rostro, fue duro, te dejo un mal sabor de boca»



PASADO

La primera vez que asesinó a alguien no había sido en defensa propia, mucho menos porque anhelara hacerlo. Lo obligaron. Aunque Sukuna sabía que ante los ojos de dios, si es que en realidad existía y se dignaba a verlo, no era una excusa que justificara sus acciones. Sukuna en su adolescencia, solo era un títere que se movía a través de las cuerdas de una persona oculta detrás del escenario; un titiritero que disfrutaba de ver la viva desesperación en su rostro.

—Enderézate —espetó Toji, golpeando la espalda baja de Sukuna con una fusta.

Sukuna no se quejó, sabía que era mejor no hacerlo; respiro hondo y permitió que las manos le temblaran mientras sostenía el arco de madera. Por un segundo, huyo de la imagen ante él y busco refugio mirando a un lugar en el bosque, donde la naturaleza presenciaba su desdicha. Toji gruñó y el sonido hizo que Sukuna se estremeciera, volviendo a retomar la postura con el arco.

En la profundidad del bosque, Sukuna había sido llevado hasta ahí para realizar la primera de las pruebas de Toji, de esta manera comprobaría si era digno de ser parte de la organización. Sukuna oyó las voces de las personas que los rodeaban; un grupo de la pandilla Kamo que Toji había invitado para presenciar el espectáculo.

Y frente a todos ellos, incluyendo Sukuna, yacía un poste de unos cinco metros de altura: con aquella persona atada de pies y manos al tronco. Mantenía los ojos vendados y una mordaza le impedía hablar, estaba quieto, casi parecía estar drogado y solo hacía torpes movimientos con la cabeza. Esa era la tarea de Sukuna, ese era su deber, y debía completarlo por el solo hecho de haber sido ordenado por Toji.

—No puedo hacerlo —jadeó Sukuna, bajando el arco y la flecha—. Es una persona, no es un maldito ciervo como las otras veces.

—Ciervo, humano, ¿cuál es la diferencia?, uno es más molesto que el otro —respondió Toji—. Debes hacerlo, Sukuna, solo tienes que apuntar directo a la cabeza, de lo contrario, si clavas en otro lugar, su muerte será lenta y sufrirá mucho dolor.

Sukuna trago saliva, volviendo a elevar el arco y apuntando.

—N-No quiero hacerlo —tartamudeó Sukuna y, como sabía el castigo que significaba titubear, aguanto el golpe de la fusta, casi sintió que le partía la espalda.

—Lo sabes, Sukuna, odio que los hombres titubeen, ¿eres un hombre o no?  —espetó Toji—. Naoya es solo dos años mayor que tú y pudo hacerlo, ¿acaso quieres quedarte atrás?

—Yo no estoy obsesionado por tu aprobación como él.

—Si, lo sé, los trabajos con familiares son un problema, no puedo hacerlos llorar como a ti —dijo Toji, irónico, haciendo un ruido con la fusta que hizo a Sukuna asustarse—. Si no eres capaz de realizar esta prueba, haré que Yuji la haga.

Sukuna se tensó y, en silencio, observó al hombre amarrado en el poste, se movía inconscientemente intentando liberarse. Podía ser el padre de alguien, el hermano, el hijo, un profesor de una escuela que una familia esperaba en casa. Sukuna sintió que las entrañas se le retorcieron e inhalo aire intentando tranquilizarse.

—Si lo hago, prométeme que no le harás nada a Yuji —dijo Sukuna—. Nunca, ni aunque yo muera.

—Lo prometo, claro, siempre y cuando te comportes —aclaró Toji—. Si haces tu trabajo, vivirá una vida normal una vez se gradúe.

Los dedos de Sukuna temblaron, sosteniendo la cuerda en sus dedos y su mano permaneció como una roca sin querer soltar la flecha. Era el mejor al tiro con arco en su clase, el número uno, nunca fallaba al blanco. Pero ahora su objetivo no era una diana, era una persona: que sonreía, lloraba, respiraba, cantaba y dormía.

Missing my loverWhere stories live. Discover now