Desolación

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Teo

Aunque la comida no es lo mejor del mundo, no me tengo que encargar de cocinarla y eso es más que suficiente para mí. Generalmente, salto mis desayunos y las cenas. Noté las primeras semanas que esos son los horarios a los que recurren la mayoría de los pacientes. A las mañanas una fila de chicas se sientan en una mesa con un par de enfermeros quienes controlan sus ingestas y a la noche una oleada de pacientes erráticos intentan socializar como pueden en un interno de cena caótico lleno de gritos y llantos. Como la vista es deprimente, prefiero los medios días. Nunca fui de comer mucho, solo un almuerzo es lo que necesito para sobrevivir mientras esté acá adentro, que al fin y al cabo, tiene más nutrientes y proteínas que la comida congelada que solía preparar cada dos días en casa.

Aun así me levanto temprano a la mañana para ponerme la bata beige la cual me acompaña por el resto del día. Algunos días me baño, otros prefiero ahorrarme la larga fila de gente sosteniendo sus toallas por el pasillo.

Finalmente tengo mi sesión de terapia y una larga tarde de no hacer nada más que fumar cigarrillos al lado de unos de los árboles del patio trasero, donde me concentro en mi cabeza sobria y sombría. Los fines de semana extraño el ruido, pero de a poco me voy acostumbrando a la paz de no pensar y entrenando mi cabeza, los innecesarios recuerdos son enterrados en el fondo de mi mente, en un pozo sin fondo, sobre el cual me inclino de tanto en tanto para controlar qué tan lejos está todo de alcanzarme.

Miro mi paquete de cigarros y hago rodar los últimos dentro de la caja para contarlos. Solo siete. Este es mi último atado. Es extraño que solo queden siete, porque el tiempo parece haberse detenido acá adentro, todo es una repetición de lo mismo. Una y otra vez, las mañanas empiezan a la misma hora, los almuerzos son variaciones de las mismas porciones, las noches son siempre en la misma cama. Lo único que me indica que los días pasan son los cigarrillos que desaparecen de a poco. La vida está paralizada y con ella, el dolor de haberla perdido a ella.

Me llevo el cigarrillo a la boca mientras veo a la gente que pasea por el patio, algunos solos, otros acompañados de enfermeros. Un hombre corre de una punta a la otra en un esfuerzo de hacer algo de ejercicio aeróbico, se detiene en la mitad de su recorrido, salta en su lugar haciendo un par de tijeras y continúa con su corrida. Enseguida, corriendo por la colina de césped recién cortado, la chica de pelo negro y corto aparece con pies descalzos para empezar a correr al lado del hombre. A él parece no importarle y deja que ella se una a sus ejercicios sin decir una palabra. Ella lo observa y lo imita, corre con él de un lado al otro, mientras su pelo se abarrota contra sus ojos cada vez que gira para volver a correr en dirección opuesta. Me concentro en sus pies y toco el césped que está a mi lado con la mano.

Está helado.

Como la piel de Katia.

En su cajón.

Miro los pies de la chica para intentar descifrar cómo es que no le molesta el frío. Miro el cielo, está a punto de llover, la temperatura está llegando a los cero grados y ella simplemente corre en su bata beige, piernas desnuda y volviendo a sus pies cada vez más rojos con la intemperie.

Ella ríe sola, y empieza a imitar los saltos del hombre pelado de cuarenta años que está muy concentrado en su rutina como para prestarle atención a la chica que se divierte imitando todo lo que hace.

—¡Hey! ¡Tenés prohibido hacer ejercicio!

Uno de los enfermeros se acerca a ella perdiendo el aliento. Lo primero que pienso es que tal vez él debería estar uniéndose a la actividad.

—Estaba jugando.

Dice ella decepcionada.

—Jugá a las cartas.

MomoWhere stories live. Discover now