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En el salón principal de la opulenta mansión, Bill Hanson se peinaba hacia atrás el cabello entrecano con una peineta marrón, frente a un espejo con marco labrado en diseños marroquíes, confeccionado en oro veinticuatro quilates, y valuado en al menos medio millón de dólares. Cuando terminó de peinarse, se ajusto la corbata de seda india al cuello y se estiró las solapas de su traje azul oscuro, casi negro. A su alrededor, había la más fina mueblería que pudiese uno imaginar, desde alfombras persas, hasta cuadros de Dalí en las paredes, un televisor curvo de sesenta pulgadas con home teatre incorporado, sillones de cuero francés, mesas de ébano y animales exóticos disecados en las cuatro esquinas de la sala. Se giró sobre sus talones mientras miró la hora en su Vacheron de ochocientos mil, y le hizo un gesto al enorme seguridad que estaba de pie en la puerta, fornido como un toro y cargando un pesado fusil M16 táctico en los brazos, con un dispositivo comunicador en su oído, y al que parecía estar tan sobrecargado de músculos que en cualquier momento le estallaría la camiseta.

—Vamos, Phil —dijo. El seguridad habló al pequeño micrófono que tenía prendido del cuello de la camiseta.

—Vamos al garaje, corto.

En el momento en que abrió la puerta de la sala, Peter ingresó a ella casi corriendo. Peter, el hijo de Bill Hanson, era la antítesis de todo lo que era su padre. Vestía con botas de cuero, pantalones camuflados y camisetas entalladas al tórax, que remarcaba cada uno de los pectorales como si fuera una escultura tallada a mano. Todo en su vida era un remolino, igual que la sangre caliente de los veinticuatro años, fluyendo por sus venas.

—¡Padre, que bueno encontrarte! Creí que ya te habías ido —dijo.

—Bueno, a eso iba.

—¿Vas a hacer la negociación? ¿Lo del banco y el líder terrorista? Llévame contigo.

—No.

La respuesta en extremo cortante detuvo el creciente ímpetu de Peter como si le hubieran arrojado un balde de agua fría. Miró a su padre sin comprender y sonrió, asombrado.

—Pero, ¿por qué?

—Porque no quiero, no estás lo suficientemente preparado para aprender, y no lo estarás mientras tenga que estar repitiéndolo todos los días —Hanson padre miró a su matón personal y le asintió con la cabeza, sonriendo como si estuviera disculpándose en silencio con él, por la tardanza—. Vamos —dijo.

Peter entonces trotó unos pasos hasta ponerse por delante de su padre, haciéndole un gesto con las manos de que esperase.

—Padre, por favor. El asalto al Chase podría ser lo que me consagre en este negocio, como a ti.

El enorme matón se acercó, colgándose la ametralladora de grueso calibre con la correa a la espalda, y le apoyó una mano pesadamente en el hombro de Peter.

—¿Quiere que lo lleve afuera, señor? —preguntó.

—No, déjalo... está bien —dijo Hanson, entonces el matón se apartó. Hanson miró a su hijo condescendiente, y le tomó el rostro con las manos, mientras sonreía—. Dime, ¿qué quieres?

—Quiero ser como tú, nada más. Permíteme que te acompañe, al menos una vez. Siempre te emperras en decirme que no estoy listo para esto, que no estoy listo para lo otro, pero nunca me explicas por qué no lo estoy.

—Sabes como hice todo esto, ¿no? Como construí mi posición en este mundo... —dijo Hanson.

—Mi abuelo te enseñó.

—Sí, y no solamente eso. Me comí la mitad de mi vida en la prisión, y vi mucho, oí muchas historias de gente que sabía mucho más que yo. Y cuando ellos hablaban, yo escuchaba. Y cuando mi padre me hablaba, yo escuchaba. Escuchaba y pensaba, y cuando me aburría, ¿sabes que hacía?

—No, no lo sé.

—Escuchaba y pensaba, otra vez —sonrió Hanson—. Y tú no haces ni lo uno, ni lo otro.

—Pero padre, si eso no es...

Hanson lo interrumpió. Le hizo un gesto de negación con el índice y se apartó de él, con los ojos cerrados, como si le hubiera dicho una mala noticia que no quería escuchar.

—¿No es qué? Anda, dilo.

—Eso no es cierto.

Hanson entonces hizo un gesto como si tocara un botón invisible, con toda la mano abierta.

—¡Respuesta incorrecta! —lo miró, encogiéndose de hombros.

—Pero papá...

Hanson hizo el mismo gesto.

—¿Eso ha sido un pero? ¡Respuesta incorrecta!

—¿Me tomas del pelo? —le preguntó Peter.

—¡Vaya por Dios! —dijo Hanson, tomándose la cabeza con ambas manos. —¿En serio has tardado tanto en darte cuenta, hijo mío? Jesús, eres más lento de lo que creía... ¿Ves lo que digo? No escuchas, no analizas siquiera que está pasando a tu alrededor, estás viendo y no ves. Y hasta que no aprendas a escucharme a mi, no llevarás parte de este negocio conmigo. Hasta que no dejes de vivir tu vida como si fueras el hijo playboy del presidente, no serás parte de mis asuntos. El asalto al Chase es algo muy importante, y tu no estás cualificado para esto.

Se giró sobre sus talones y avanzó hacia la puerta, escoltado por su matón. Frustrado, con el rostro enrojecido por la rabia, Peter se pasó la mano por la cabeza, y luego lo señaló con el índice.

—¡Siempre me tratas como si fuera un inútil, un inservible en tu vida! ¡Ya estoy harto de ti! —le gritó. Hanson se giró, al llegar a la puerta, para mirarlo un segundo.

—Peter, tienes la bendición de tener un padre que no te exige absolutamente nada, que te permite aprender de todo esto a tu propio ritmo. Hazme un favor, ¿quieres? Sal a pasear con tu yate, o date un chapuzón en la piscina y ponte a nadar un rato, o si te apetece incluso hazte una maldita paja encima de mi alfombra persa. Pero no me molestes, y déjame hacer mi trabajo en paz —terminó de salir, y mientras cerraba la puerta, agregó: —. ¡No me esperes para cenar!

Peter permaneció en silencio, mirando la puerta cerrada por la cual se había marchado su padre escoltado por aquel gorila que poco y nada le caía bien. Caminó hasta el minibar, se sirvió una generosa medida de whisky cosecha treinta años, dio un trago largo y luego arrojó el vaso contra la puerta. El cristal se estrelló en mil pedazos y dejó un chorrete salpicado en la madera y parte de la pared.

—Ten cuidado, maldito, que tu hijo puede sorprenderte cualquier día de estos —le dijo a la sala vacía.

Honor y sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora