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Beckerly llegó al escondite que Kahlil usaba como punto de reunión y operaciones cerca del mediodía, con el portafolios que los hombres de Hanson le habían proporcionado, cerrado herméticamente con cerrojo de contraseña. Una contraseña, por cierto, que solo conocía Kahlil, brindada por el propio Hanson en la última comunicación telefónica que hicieron. Bajó de la Amarok 4x4 acompañado de tres hombres con fusiles de asalto, y avanzó por el camino hacia la enorme cabaña, con el portafolios a un lado. Al llegar, llamó a la puerta y esperó.

Desde lo último acaecido con el hijo de Hanson, los ánimos en la asociación estaban cada vez más incontenibles. Y definitivamente, Ibrahim Kahlil era el más afectado de todos, ya que había puesto mucho de su negocio en Medio Oriente en manos de Hanson, y obtener el control del mercado negro en su totalidad era de vital importancia. Ahora, por la impulsividad de su tonto muchacho, varios negocios pendían de un hilo, y a Beckerly aquello no le gustaba en lo más mínimo.

Luego de un momento, escuchó que desde adentro descorrían los cerrojos de la puerta, revestida en madera pero blindada por dentro. Uno de los hombres de Kahlil abrió, y desde afuera, Beckerly pudo ver la sala, decorada con muebles finos, una gran chimenea, y cornamentas de animales en las paredes. A un lado había una mesa llena de armas, de procedencia alemana y soviéticas, como varios AK-47 que logró ver. Al fondo, sentado tras una mesa como si fuera un escritorio, estaba el propio Kahlil.

—Ven, pasa —le dijo—. Hanson me dijo que vendrías.

Beckerly entró, seguido de sus hombres, y miró a su alrededor. Los hombres de Kahlil se posicionaron en cada rincón de la habitación y alrededor de sus propios hombres. No los apuntaban con sus armas, ni había agresión de ningún tipo, pero el aire se cortaba como un papel, y aquello no le gustaba en absoluto. Sus propios hombres comenzaron a mirarse de reojo entre sí, y algunos de ellos acomodaron las armas sutilmente, acercando los dedos al gatillo.

—¿Ha pasado algo que no me he enterado? —preguntó Beckerly, encendiendo un cigarrillo

—¿Por qué lo dices? —preguntó Kahlil, con su típico acento árabe.

—Me recibes como si fuera alguien que hace negocios contigo por primera vez.

—Bueno, convengamos que las cosas no han marchado bien, y eso nos ha acarreado grandes desgracias a todos. Sin embargo, Hanson es un hombre de negocios, y prometió indemnizarme por haber perdido mi tiempo, lo cual siempre se agradece —Kahlil le señaló un sillón ejecutivo frente a su escritorio, y sonrió—. Siéntate, no vas a quedarte allí de pie, amigo mío.

—Lo que ha sucedido con Peter Hanson ha sido una tragedia para todos los que estamos dentro de la asociación.

—Tonterías —dijo Kahlil, negando con la cabeza mientras se acariciaba la espesa barba negra—. Solo fue un simple error de Hanson que salió muy mal. No le costaba nada adoctrinar a su hijo para hacerlo entrar al negocio, pero Hanson es un tipo que ama el poder más que a nadie, y mientras él se mantenga en la cima, nadie más ascenderá. Ni siquiera su propia familia.

—Peter Hanson era demasiado impulsivo y estúpido, no podría contenerlo.

—Más tonterías —aseguró Kahlil—. En mi país, secuestramos niños de la calle en cuanto cumplen los diez años de edad, y los confinamos para entrenamiento militar, para que sean hombres útiles al servicio de la Yihad. No temen morir, no temen el dolor, solo saben obedecer el califato que nosotros dictaminemos, a los doce ya saben conducir y disparar los mismos fusiles que has visto al entrar, ¿y en verdad me estás diciendo que Hanson no puede enseñar a su propio hijo en el negocio?

Beckerly asintió con la cabeza, pero la verdad era que no tenía ninguna gana de seguir debatiendo aquello. Lo que había pasado ya no tenía marcha atrás, y ahora todos estaban jodidos.

Honor y sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora