Capítulo 7 parte A

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La sencilla sala de la clínica del Doctor Lenard estaba repleta de visitantes.

En los rostros de éstos se podía distinguir la angustia, la desesperación, la desilusión y el aburrimiento; no obstante, todos pusieron un gesto de alerta cuando la puerta del consultorio se abrió.

Neil Legan, habiendo yacido parado cerca de su umbral, fue el primero en preguntar:

— ¿Y bien?

El galeno aguardó el acercamiento de las religiosas.

Ellas habían pedido a sus huerfanitos orden y silencio.

Seguidamente, a los tres, se les notificaba:

— He logrado detener la hemorragia, pero... será mejor que lo lleven a un hospital.

— ¿Es peligroso lo que tiene?

— Algo, sí.

— ¿De qué se trata?

— Una posible anemia. ¿Había presentado sangrado antes?

— No, es la primera vez.

La señorita Pony miró a la Hermana María, quien con asentamiento de cabeza, acordó con su compañera.

— Por una parte, es bueno; sin embargo... si se presentara otra vez y en la misma cantidad, será obligada una transfusión.

— Entonces, ¿al hospital?

La cuestión había sido dirigida a las religiosas. Y una de ellas le contestaría a Neil:

— Esperemos por Candy

En cambio, otra suplicaba:

— Sí, y que no tarde por favor.

La rubia sólo se tomó los minutos necesarios, ya que aprovechando el auto de Archie, se le pidió al castaño dirigirse al rancho de Jimmy para informarle de lo sucedido.

Sin embargo, éste, con algunos trabajadores, había partido para trabajar en el entierro de aquel desconocido encontrado en el campo.

Por ende, el señor Cartwright quien los recibiera, ordenó a dos de sus hombres: uno, seguir a los muchachos en una carreta para traer de regreso a los ocupantes del Hogar, y otro para vigilar precisamente la casa en lo que las encargadas llegaban.

. . .

— ¡¿Cómo sucedió?! — demandó Candy a su arribo al consultorio.

— De manera inesperada, hija. Venía muy contento en el auto, cuando de repente escuchamos sus clásicos estornudos; pero instantes después gritó espantosamente y nos enseñó el pañuelo que le acostumbraste a llevar, completamente bañado de sangre, así como su cara.

— ¡¿Qué ha dicho el doctor?!

— Tenemos que llevarlo al hospital.

— ¡Entonces, vayámonos!

La enfermera que cargaba al más pequeño, lo entregó a la Hermana María mientras que la señorita Pony proponía:

— Nosotras nos regresamos al hogar, y por favor, hija, mantennos al tanto.

— Así lo haré. ¿Vienes también, Archie?

El castaño no lo dudó; y con Annie la acompañaron hasta Chicago, donde, después de internar al enfermito, se enviaría un telegrama urgente a Albert, el padrino de Derek.

. . . . .

En una maleta, estaba colocando la última de sus prendas cuando sonó el teléfono de esa habitación de hotel.

Al contestar, la recepcionista le informó que su transporte le aguardaba.

Agradecida amablemente la atención, Albert se devolvió a su equipaje para cerrarlo y luego tomarlo, lo mismo que a los papeles que yacían en el buró más cercano.

Sus pasos firmes y relajados que lo conducían por cada salida, sabían esconder perfectamente el gran nerviosismo que vivía desde hacía días en su interior.

Las malas noticias con referente a la decadente salud de Derek, le habían llegado rápido; y aunque lamentó no poder estar con Candy quien de cierto modo seguía viviendo con el pequeño en el hospital Santa Juana, en otra plática telefónica, Archie lo había alentado de apresurar su regreso para hablar con ella, ya que, según Annie, la rubia había confesado amarle.

Al escucharlo, Albert más de una vez había exigido aclaración, y el mal informante todas esas veces, se lo confirmó.

La alegría que se apoderó del corazón del guapo banquero por noches no le hubo permitido dormir, e inclusive distraído se le había notado en un par de ocasiones durante importantes reuniones de trabajo, ya que su pensamiento estaba en...

Antes de abordar y frente el automóvil que lo llevaría a la estación ferroviaria, Albert abruptamente se sobresaltó, y de inmediato puso una mano sobre uno de los bolsillos de su traje.

Comprado un día antes, el bultillo que sintió lo hizo respirar tranquilo y disponerse a continuar su viaje, el cual lo calificaría de interminable.

Por suerte, Eliza, que siempre cargaba con exagerado equipaje, ya se le había pedido adelantarse en el camino; para así, Albert tener el espacio suficiente para pensar sin ser interrumpido; pero mientras el viajero llegaba a su destino, en la ciudad del viento...

Debido a que las noches las va pasando en vela, sobre el colchón y su brazo, Candy descansaba un rato.

Al sentir un ligero toque, la rubia todavía no abría los ojos cuando al enderezarse, preguntaba al paciente:

— Sí, Derek, dime.

Sin embargo, el chiquillo seguía dormido; su manita había resbalado y accidentalmente rosado a la enfermera, que al ver la serenidad en el pálido rostro, en su asiento, estiró brazos y espalda especialmente.

Para despabilarse, Candy se puso de pie y caminó hacia la ventana para recorrer un poco la cortina blanca que le decoraba.

La luz de afuera rápidamente iluminó la habitación, aunque la rubia en su interior y con fervor, pedía que de igual manera se iluminara de nuevo la vida del pequeño.

— Fortaleza, hija. No debes perder las fuerzas ante situaciones como ésta.

La joven enfermera recordó las palabras de sus madres; así que, secó rápidamente las lágrimas que le rodaban por las mejillas, y a sí misma se animó; más, no lo consiguió, porque al poner sus ojos en Derek tuvo que correr a su lado, porque sangre de su nariz volvía aparecer después de que la cabeza del niño rodara por la almohada.

Limpiándole con cuidado, Candy lloraba, oraba y suplicaba que pronto apareciera el donador. Uno que Albert había sugerido mientras él arribaba para someterse a la prueba, misma que muchos, e inclusive de Neil, habían intentado sin éxito obtenido.

CAPRICHOSO ES EL DESTINOWhere stories live. Discover now