La batalla de Hogwarts

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El techo encantado del Gran Comedor estaba oscuro y salpicado de estrellas, y debajo, sentados alrededor de las cuatro largas mesas de las casas, se hallaban los alumnos, despeinados, algunos con capas de viaje y otros en pijama.

Aquí y allá se veía brillar a los fantasmas del colegio, de un blanco nacarado. Todas las miradas —tanto las de los vivos como las de los muertos— se clavaban en la profesora McGonagall, que estaba hablando desde la tarima colocada en la cabecera del Gran Comedor. Detrás de ella se habían situado los otros profesores, entre ellos Firenze, el centauro de crin blanca, y los miembros de la Orden del Fénix que habían llegado para participar en la batalla.

—…el señor Filch y la señora Pomfrey supervisarán la evacuación. Prefectos: cuando dé la orden, organicen a los alumnos de la casa que les corresponda y conduzcan a sus pupilos ordenadamente hasta el punto de evacuación.

Muchos estudiantes estaban muertos de miedo. Sin embargo, mientras Rasalas y Harry bordeaba las paredes escudriñando la mesa de Gryffindor en busca de Hermione y Ron, Ernie Macmillan se levantó de la mesa de Hufflepuff y gritó:

—¿Y si queremos quedarnos y pelear?

Hubo algunos aplausos.

—Los que sean mayores de edad pueden quedarse —respondió la profesora McGonagall.

—¿Y nuestras cosas? —preguntó una chica de la mesa de Ravenclaw—. Los baúles, las lechuzas…

—No hay tiempo para recoger efectos personales. Lo importante es sacarlos de aquí sanos y salvos.

—¿Dónde está el profesor Snape? —gritó una chica de la mesa de Slytherin.

—El profesor Snape ha ahuecado el ala, como suele decirse —respondió la profesora, y los alumnos de Gryffindor, Hufflepuff y Ravenclaw estallaron en vítores.

Rasalas continuaba avanzando por el Gran Comedor ciñéndose a la mesa de Gryffindor, tratando de localizar a Hermione. Al pasar, Rasalas y Harry juntos, atraían las miradas de los alumnos e iba dejando tras de sí una estela de susurros.

—Ya hemos levantado defensas alrededor del castillo —prosiguió Minerva McGonagall—, pero, aun así, no podremos resistir mucho si no las reforzamos. Por tanto, me veo obligada a pedirles que salgan deprisa y con calma, y que hagan lo que sus prefectos…

Pero el final de la frase quedó ahogado por otra voz que resonó en todo el comedor. Era una voz aguda, fría y clara, y parecía provenir de las mismas paredes. Se diría que llevaba siglos ahí, latente, como el monstruo al que una vez había mandado.

—Sé que se están preparando para luchar. —Los alumnos gritaron y muchos se agarraron unos a otros, mirando alrededor, aterrados, tratando de averiguar de dónde salía aquella voz—. Pero sus esfuerzos son inútiles; no podrán combatirme. No obstante, no quiero matarlos. Siento mucho respeto por los profesores de Hogwarts y no pretendo derramar sangre mágica.

El Gran Comedor se quedó en silencio, un silencio que presionaba los tímpanos, un silencio que parecía demasiado inmenso para que las paredes lo contuvieran.

—Entregarme a Harry Potter —dijo la voz de Voldemort— y nadie sufrirá ningún daño. Entregarme a Harry Potter y dejaré el colegio intacto. Entregarme a Harry Potter y serán recompensados. Tienen tiempo hasta la medianoche.

El silencio volvió a tragarse a los presentes. Todas las cabezas se giraron, todas las miradas convergieron en Harry, y él se quedó paralizado, como si lo sujetaran mil haces de luz invisibles. Entonces se levantó alguien en la mesa de Slytherin, y Harry reconoció a Pansy Parkinson, que alzó una temblorosa mano y gritó:

𝐄𝐥 𝐃𝐢𝐚𝐫𝐢𝐨 𝐃𝐞 𝐑𝐚𝐬𝐚𝐥𝐚𝐬 𝐌. 𝐁𝐥𝐚𝐜𝐤 [#1] (𝐇. 𝐆𝐫𝐚𝐧𝐠𝐞𝐫) ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora