Pies invisibles

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—Está haciendo mucho frío —susurra Miguel—. Quiero irme a casa ya.
—Querías venir, insististe durante días, ¿ahora te quieres ir? —Le contesta Jose entre dientes—. No me iré, si quieres hazlo.

Miguel mira hacia atrás y ve todo muy oscuro, pero piensa que el camino de regreso al auto está más cerca que el de la pequeña choza a la que iban a investigar.

—Estaré en el auto, si algo ocurre avísame.
—Gritaré si aparece la mujer de los pies invisibles —dice en tono burlón—, pero con el miedo que tienes, no espero que vuelvas.

Miguel se vuelve al auto y José continua su camino.

No habían pasado diez minutos cuando la humeadora del primero (una lampara de gas) empezaba a bailar sin control con la brisa, lo que disminuía su luz.

Una madera cruje detrás de él y luego una risa macabra resuena delante, tan larga fue, que parecía una grabación.

—¿José eres tú? —pregunta lloriqueando—. ¡José no juegues coño!

La risa resuena nuevamente, pero está vez aún más cerca.

La lámpara se cae por el nerviosismo y Miguel corre despavorido bajo el chorro de luz de la luna, se tropieza y se levanta rápidamente, entonces al alzar la cabeza, ahí está ese ser sin piernas, cuya sonrisa abarca por completo su rostro.

Miguel se pega de espaldas contra un árbol mientras grita, hasta que se cansa, y el dolor de garganta solo le permite gemir. Nunca levanta la vista y así amanece, y los rayos del sol le dieron el valor para mirar. No había nadie frente a él, solo José quien se acerca con rostro pálido a lo lejos.

De todoWhere stories live. Discover now