24. Las colinas de Moorfoot

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Los establos eran el lugar favorito de Joanne. Cepillar a su yegua Starfire, siempre le brindaba paz y ayudaba a aclarar sus ideas. Lastimosamente sus piernas siguieron de largo hasta salir a la calle.

  Justo cuando se movía más allá de los establos, escuchó un carro detrás de ella y se movió hacia el lado derecho del camino para dejarlo pasar.

  El hombre que llevaba las riendas en el asiento del conductor inclinó la cabeza hacia ella y se llevó la mano a la gorra, revoloteando más allá del extremo abierto del carro cuando pasó, cubriendo su vista parcialmente. Por lo que no vió al otro hombre detrás de ella.

  Pero ella lo sintió cuando él la embistió por detrás, quitándole el aire de los pulmones. Medio la cargó, medio la arrojó sobre la parte trasera del carromato, su cuerpo aterrizó encima del de ella y le aplastó la cara contra el heno.

  Gritos se desgarraron de su garganta. Gritos ahogados por el bruto encima de ella y el grueso lecho de heno debajo. Gritos que deseaba haber guardado, porque nadie la oiría por encima del constante ruido metálico de la herrería por la cual pasaban ahora.

  El bruto que estaba encima de ella le metió una mano bajo la cara y le tapó la boca con la palma pútrida.

  Se retorció, arañando el heno en busca de algo a lo que agarrarse, algo que le sirviera de palanca para poder salir de debajo de él y escapar. Pero ella no podía ver nada. Nada excepto el heno debajo de ella. Nada más que paja hurgando en su piel. Ni siquiera traía su daga con ella, la había dejado tirada en el piso de la habitación.

“No desperdicies energía”. Eso es lo que diría Fergus. Y él había sido un soldado. Él sabía que hacer en situaciones de riesgo. “Guarda energía para cuando pueda escapar de verdad”.

  Joanne se quedó inmóvil.

  Y empezó a contar. Pasó un minuto. Dos. Cuatro Seis. Diez. El conductor mantuvo su rápido trote arrastrando el carro por el camino. Ahora estarían a cierta distancia del pueblo. Demasiado lejos para gritar. Demasiado lejos para escapar.

  El hombre encima de ella se movió, poniéndose de rodillas.

  Ella permaneció extendida sobre su vientre, congelada en su lugar.

  Le quitó la mano de la boca y la agarró del brazo, tirando de ella para voltearla sobre su espalda.

  —¿Dónde pusiste el libro, moza? —La interrogó. Un marcado acento cockney lo delató al instante. Él no era local. No de tierras escocesas. Infierno sangriento. Kellogg había tenido a estos hombres siguiéndola.

  Ella sacudió su cabeza. —¿Qué libro?

  Su mano asquerosa se cerró alrededor de su mandíbula, sus dedos se clavaron en la carne suave de sus mejillas. —No te hagas la tonta conmigo, perra. Sabemos que lo tienes. Buscamos anoche en tu habitación y ya no lo tienes contigo.

  Su sangre se cristalizó en sus venas. La habían seguido. Seguido todo este tiempo.

  Maldita sea, Dominic tenía razón.

  Lord Kellogg simplemente se desharía de ella una vez que sus manos codiciosas agarraran ese maldito libro, si hubiese tenido un atisbo de duda de las palabras de Dominic, aquí confirmaba que todo lo que dijo era verdad.

  Ella negó con la cabeza, tratando de meterla hacia atrás en el heno y fuera del agarre del malechor. —No necesitas hacer esto.

—Entonces será mejor que le digas a Moe dónde apuntar el carro para recuperarlo, o te mueres, moza.

El Duque del EscándaloDove le storie prendono vita. Scoprilo ora