Capítulo 11: Antepasados

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Alexia se encontraba acurrucada en el extremo de un sillón tan viejo que los almohadones estaban duros, gastados y eran sumamente incómodos

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Alexia se encontraba acurrucada en el extremo de un sillón tan viejo que los almohadones estaban duros, gastados y eran sumamente incómodos. Se sentía enferma, pero sabía que no lo estaba. Más seguido de lo que le hubiese gustado, sentía el cuerpo débil y no lograba concentrarse en nada, cualquier pensamiento complejo le era insoportable. Esos días, lo único que hacía era sentarse en un lugar y mirar la nada a la espera de que pasara el tiempo.

Ese día, contemplaba la espalda del abuelo enfundada en un suéter, la silla de ruedas, sus escasos cabellos canos iluminados por la luz de la tarde y el brillo de la piel allí donde más escaseaba el pelo. Él veía por la ventana de la misma forma que Alexia lo veía a él, con la mirada extraviada y la mente en otro lugar. De vez en cuando cerraba los ojos para dormirse, dejaba caer la cabeza, pero no encontraba la posición adecuada.

—Chiquita —llamó el abuelo y sacó a Alexia de la ensoñación—. Chiquita. Me canse de ver siempre lo mismo.

—¿Dónde quieres que te lleve? Está helado afuera —le recordó.

—Quiero ver las pinturas.

Alexia suspiró. Puso sus pies descalzos en el piso y los arrastró hasta donde estaba la silla de ruedas para empujarla. El abuelo debía de haber visto aquellos cuadros un millón de veces, muchas de ellas acompañado por Alexia, y de seguro no conocía ni a un tercio de la gente que aparecía en ellos. Pero encerrados en aquella casa, no les quedaba más remedio que repetir las mismas cosas en un loop infinito. Ambos llevaban una existencia de fantasmas.

Las pinturas estaban enmarcadas con cuadros de plata, ornamentados con flores, hojas y ramitas con espinas, colgadas en las paredes circulares, una al lado de la otra. Las más antiguas se remontaban a la época en que no existían las fotografías y era lógico que la gente con dinero contratara artistas para inmortalizar su imagen; y la más nueva apenas tenía cuarenta años y pertenecía a la época en que retratar gente de esa forma era ya ridículo. Debajo, sobre el aparador tan circular con la pared, había figurillas de gatos que, en su mayoría, coincidían con la cantidad de brujas que aparecían en la pintura correspondiente. Los pequeños gatitos dorados adoptaban diferentes posturas rígidas, algunos estaban sentados lamiéndose una pata, otros simulaban caminar o saltar y, los menos, dormían enroscados. Por su peso Alexia suponía que eran de oro macizo. Más de una vez había considerado venderlos y usar el dinero para escapar del Círculo. Aún le quedaba tiempo para eso.

Estacionó al abuelo en frente al primer cuadro. Mostraba dos mujeres adultas y un hombre que agarraba por los hombros a una de las tres niñas que tenía delante. Ninguno sonreía, por lo que su gesto adusto, sumado a los colores corroídos de la pintura, les confería un aspecto lúgubre. Alexia se preguntó si ellos también habían sido miserables o eran felices, solo que no se estilaba demostrar sentimientos en el mundo en que vivían.

No notó la presencia de la abuela a su lado hasta que un escalofrío en el brazo le hizo pegar un salto.

—¿Te asusté? —Halia rió al tiempo que se alejaba del codo de su nieta. Llevaba entre sus manos una bandeja con dos tazas calientes y bizcochos que ella misma había horneado en la mañana.

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