Capítulo 7: Asesino

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Al principio, se había reído del dolor. Había tenido calambres más dolorosos que aquello. Había tenido que hurgarse en heridas para extraer balas, colocado huesos en su sitio y hasta retorcido articulaciones desencajadas. Aquello no era nada. Sonrió.

Marie también había sonreído. Cuidado, le advirtió. Todas hacéis lo mismo. Luego no te reirás.

Y tenía razón, como siempre, porque aquélla era su especialidad. Con el paso de las horas, los dolores se fueron haciendo más constantes. Más largos. Más intensos. Dejó de sonreír y torció el gesto. Bueno, lidiaría con ello. Tampoco era para tanto.

Horas después se volvió insoportable y empezó a maldecir entre dientes, sintiéndose tentada de soltar todas las blasfemias de soldado y palabras malsonantes que siempre había oído y nunca pronunciado, porque ella, ante todo, era muy educada.

Pero no. No iba a soltar tacos como una vulgar pueblerina. Y, sobre todo, no iba a gritar.

Al final, lo único de lo que fue consciente fue aquel horrible dolor que la había convertido en un guiñapo inútil. Odiaba esa sensación de indefensión, de no saber qué hacer. La odiaba con todas sus fuerzas.

Incluso la voz de Marie, que la calmaba y guiaba, acabó disolviéndose en medio del torbellino de pulsante dolor en que se había convertido su cuerpo, pero sí notó que él la incorporaba, rodeándola con sus brazos y la apoyaba contra su pecho. Se agarró a él como a un bote salvavidas, con tal fuerza como para triturarle los brazos, pero él ni siquiera dio un respingo.

Tranquila, le dijo. Respira. Estoy aquí.

(...)

Podía parecer un bruto desalmado, pero sabía leer rápido y no tenía un pelo de tonto. Cuando terminó, dejó caer el último folio sobre la mesa, se echó atrás en el sofá, frotándose los ojos, y soltó un largo suspiro de hastío.

Selma no se atrevió a decir nada. Había sido suficiente leer la expresión de su cara cuando regresó horas después a su apartamento.

No sabía qué pensar.

Durante un momento, el silencio pesó entre ambos. Sólo se oía el tic tac del reloj de cuerda de su padre, un recuerdo lejano en el pasado. Al ver la cara de Kurtis, Selma había hecho salir a Zip, llevándose a Anna con él a dar una vuelta antes de que ella misma pudiese fijarse demasiado en lo que le pasaba a su padre.

Y Marie, que era tan experta en entrometerse como de quitarse de en medio, se las había arreglado para ser llevada a un hotel cercano pero confortable, en taxi, por supuesto.

Así que eran sólo ella y él. Después de todo, la mujer Navajo ya sabía lo que debía saber.

Al final, no aguantó más.

- ¿Y bien? – murmuró la arqueóloga, medio encogida en el sillón de al lado.

Kurtis suspiró y se presionó el puente de la nariz con dos dedos.

- Selma, Selma, Selma... - murmuró suavemente. - ¿Has perdido la cabeza?

La turca soltó el aire que llevaba acumulado en los pulmones y se dejó caer en el respaldo.

- Sólo es una inofensiva tesis sobre mi trabajo en Capadocia durante los últimos diecisiete añ...

Se detuvo cuando el hombre la miró fijamente con sus penetrantes ojos azules, y por un momento, una leve mueca animó la comisura de sus labios. Instintivamente empezó a palparse el bolsillo trasero del pantalón, en buscar de cigarrillos.

Tomb Raider: El LegadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora