Capítulo 19: Belladona

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Apenas tocó suelo estadounidense, Marie Cornel comenzó a morir. Por más inesperado que pareciese, lo cierto es que así fue. Quizá su cuerpo, al que había domado y hecho resistir durante aquel viaje a Turquía, su último viaje, dijo basta al sentir de nuevo el aroma de la tierra natal. Y el aviso de que había dicho basta fue que el dolor, de habitual bastante constante, se volvió de pronto insoportable.

Marie no quería gritar de dolor delante de su hijo, y mucho menos de su nieta. No era orgullo, aunque orgullosa lo había sido, y un rato. Fue la necesidad, la urgencia de no hacerlos sufrir. Pero lo cierto es que era difícil. Sus últimos días iban a ser horribles.

Pero ella era una mujer excepcional y, del mismo modo que había parido a su hijo sin proferir ni el más leve gemido en medio de un campo rodeado de enemigos, no pronunció ni una sola palabra, ni un gemido de dolor en todo el trayecto de vuelta al hogar, de su rancho en la Nación Navajo. Anna no notó absolutamente nada fuera de lo común, salvo que estaba cansada y dolorida, por eso, al llegar al rancho, a la niña le faltó tiempo para abalanzarse sobre su querido Niyol, saludarlo con cariño, cepillarlo y saltar sobre él para partir al galope.

Sólo entonces Marie se permitió desplomarse en brazos de Kurtis, mientras el mundo giraba a su alrededor y se diluía como en una pintura aguada. Oyó que su hijo decía algo, pero no le entendió. Todo era dolor. Sólo dolor.

Sintió que la levantaba en brazos y la llevaba adentro, una muñeca encogida, deformada y arrugada en brazos de aquel a quien ella había parido. Qué fuerte era. Qué fuerte se había vuelto. Si le quedaba algún orgullo a la anciana mujer, él era su personificación.

Cuando recobró algo de conciencia, se encontraba tendida en su vieja y querida cama, mientras Kurtis quería hacerle beber algo de agua. Lo rechazó.

- No.- murmuró con voz desfallecida. – Necesito... necesito la infusión.

- ¿Qué mezcla? – le oyó decir. Su voz sonaba distante, muy distante, detrás del brutal velo del dolor.

- Belladona. – alcanzó a murmurar, y cerró con fuerza los ojos.

Kurtis frunció el ceño, pero no dijo nada y se levantó. Conocía la mezcla que ella había indicado como "belladona". En realidad, esta droga era sólo uno de los componentes. Era una fuerte infusión sedante y analgésica.

Demasiado fuerte, dependiendo de para qué. Pero no protestó y la preparó sin rechistar, sintiendo que súbitamente volvía a la infancia. Sabía hacerlo porque de niño había ayudado a su madre a preparar miles de cocciones curativas diferentes, o simplemente alivio para el dolor, mientras el paciente gritaba en su lecho de dolor.

Ahora era ella, su madre, la que estaba gritando.

(...)

Ayúdame. Ayúdame. Por favor. No lo soporto.

¿A quién se lo decía? ¿A un Dios en el que no creía, a los espíritus de su pueblo, a sí misma y sus largos años de experiencia en aliviar el dolor, a su marido ausente, o al hijo presente? No lo sabía. Todo era dolor. Sólo dolor.

Notó que Kurtis la incorporaba y por fin, el líquido cálido, sedante, que se vertía en su garganta. Lo tragó con ansia y casi al instante empezó a sentir el alivio. No era sólo belladona. También tenía opio, y otras cosas. La adormecería, aunque el efecto no duraría mucho. También le robaría las facultades mentales, cosa que odiaba con todas sus fuerzas, pero ya no resistía más el dolor.

Trataría de dormir ese estado de sopor.

- Kurtis.

- Estoy aquí. – una mano grande, cálida, le aferró la mano fría y deformada.

Tomb Raider: El LegadoWhere stories live. Discover now